Empezaron a sonar los primeros acordes de La mañana, de Edvard Grieg, en el viejo teclado Yamaha que no sabía que tenía en el bar, y aquel hombre duro, curtido por los años, se resquebrajaba y empezaba a llorar. Pequeños espasmos apretaban su pecho, fuera del alcance de su férreo control a mostrarse vulnerable, pero qué carajo, la ocasión bien merecía una que otra lágrima.
Seis meses atrás, Antonio, que así se llamaba aquel hombre al que todos conocían como Tony, recibía una inesperada, pero anhelada llamada telefónica. Era su hijo. Tras años de desencuentros había decidido darle una nueva oportunidad, la última. Le iba a permitir disfrutar un poco de la compañía de su nieto, Joaquín, un adolescente provocador y rebelde al que no veía desde hace diez años.
Tony regentaba un bar roquero con una parroquia ya entrada en años. Rojo y temperamental como era, no le importaba demasiado echar a patadas a cualquier niñato que no cumpliera las reglas de ‘su casa’ o que le intentara vacilar. Que le preguntaban, vas a abrir el 1 de mayo, que hará bueno y va a haber un montón de gente por la calle, puñetazo al canto, empujones y gresca monumental entre gritos de «respeta a los compañeros muertos, hijo de puta».
Sin embargo, pese a su peculiar carácter, su bar siempre estaba lleno. Abría con Jhonny Cash, esperando que la noche fuera intensa, y cerraba con Janis Joplin, con la satisfacción de haberlo conseguido. Tenía pasión por la música, sobre todo por el rock. Contaba con un vasto conocimiento del género que había ido atesorando con el pasar de los años. En su casa, la música la ponía él, todos lo sabían y a nadie se le ocurriría criticarle. Su selección y su buen gusto eran, simplemente, bestiales.
La llamada de su hijo le había despertado no sólo alegría, también una especie de profunda desazón que no le dejaba dormir. Su nieto era músico. Le aterraba. Cualquiera podría pensar que aquello le alentaría, por tener una pasión común, pero para Tony ese era un término tan difícil de llenar que le causaba pánico llegar a una situación en la que pudiera perder a su familia definitivamente.
Esa noche se puso un disco especial después de cerrar el bar. Un disco que le suponía un reto cada vez que lo escuchaba, pero que despertaba en él profundas sensaciones. El virtuosismo de Bebo Valdés y la voz profunda del ‘Cigala’, en Lágrimas Negras, hacían que le explotara la cabeza y se le revolvieran las vísceras. Se lo había regalado un joven sueco de erasmus al que, por lo que sea, después de su noble intento de abrir las miras musicales de aquel roquero, no le gustaron los malos modos e insultos que recibió. Nunca más volvió.
Y llegó el día y Joaquín entró por la puerta. Y empezaron a hablar, y todo fluyó. El joven admiraba la rebeldía del viejo y viceversa. Encajaban como dos piezas de un rompecabezas. Esos dos casi desconocidos parecía que no llevaran 10 años de conversaciones sueltas de 1 minuto por Navidad o cumpleaños, cumpliendo el uno con el otro de forma vaga y trivial.
Al final, el chico puso sobre la mesa el temido tema de la música y no aguantó la tentación que tenían la mayoría de los niñatos que entraban en aquel templo del rock, y quiso vacilar a su abuelo: «En la historia de la música Don Patricio terminará siendo más grande que Metallica». Siguió provocándole ensalzando la figura de Bad Bunny y terminó su afrenta sacando su teléfono y diciendo: «Te voy a poner un clásico que vas a flipar».
Al Tony roquero se le erizaron hasta los pelos de las patillas, al Tony de las mil batallas le bombeaba el corazón como una manada de caballos en estampida, al Tony de «en mi casa mando yo» se le hincharon las venas de la frente, y sí, el viejo Tony se levantó de la silla, agarró de la pechera a su nieto y sin mediar palabra lo echó del bar y cerró la puerta.
Y se cagó en todo lo cagable, y blasfemó, y maldijo su suerte y a sí mismo, por ser así, por ser como era. Y lloró con Robert Johnson y con John Lee Hooker. Y una cosa llevó a la otra, y se puso a Chuck Berry, y sintió de golpe como le volvía el alma al cuerpo, y se dio cuenta que estaba en casa. En su casa. Ya no quería blues, volvía a necesitar rock. Después de tres horas cantando a todo pulmón y bebiendo se durmió con el clásico español Maneras de vivir, de Rosendo Mercado, con una botella de cerveza en una mano y con un disco de los Ramones en la otra.
Cerró el bar durante tres meses. Sentía vergüenza por sus actos. Se preguntaba si su nieto habría hablado con su padre, si al final todo se habría ido a la mierda. Y mientras tanto, Joaquín mantenía todo en secreto, se sentía un privilegiado, había visto al viejo en acción, cómo lo había levantado como si no pesará, aquella fuerza, aquella determinación salvaje. Le respetaba profundamente, pero era lo suficientemente orgulloso como para no decírselo, como para no ir al bar, disculparse y darle un abrazo.
El chico pensaba y pensaba cómo restaurar la relación con su abuelo desde el respeto mutuo, sin perdedores ni vencidos. Y al final encontró la manera. Convenció a su padre para que le dejara el juego de llaves de emergencia que tenía del bar. Y lo preparó todo.
Esa tarde, seis meses después de aquella llamada de teléfono, el viejo abría el bar y se encontraba a su nieto sentado detrás de la barra en un taburete con sus manos sobre el teclado.
Cuatro minutos de éxtasis total. Cuatro minutos de música amansando a su fiera interior. Se permitió una vez más un escarceo con otros ritmos, con otras secuencias de notas. Aquello le movió el alma. Y sí, su nieto era músico, y él era feliz.
Una de tantas historias incompletas sobre música.
Autor: Félix Espoz