Sucedió en un fin de semana, de esos que parecen rutinarios. Desde que vivo en esta ciudad acostumbro a descubrirla cuando tengo tiempo libre: subir a un bus, ir hasta cierto punto y caminar, es la única manera de conocerla a profundidad. Ese sábado, me levanté temprano y mientras desayunaba revisaba las actividades que estaban programadas en el centro de la ciudad, marqué las que me interesaban, revisé la localización de cada una e hice mi ruta.
Estoy lista para salir… bolso con mi botella de agua, ticket de bus y chompa, nunca se sabe cuándo lloverá. Ahora a esperar el bus, llega el 130 que va directo al centro. En el recorrido me esperan unos 45 minutos de mirar a través de la ventana y seguir memorizando las paradas, las calles, seguir descubriendo nuevos lugares que visitaré en una siguiente ocasión. Miro a lo lejos una estación de tren, en la siguiente parada me bajo para empezar mi recorrido.
Camino hacia la calle de los locales de arte, hay bastante gente caminando y disfrutando de la feria. La recorro y al mismo tiempo miro a las personas y cómo se comportan, ¿qué pensarán? ¿Qué les llama la atención de la feria? Me gusta analizar e imaginarme sus historias; la historia de las parejas y sus niños, o de los adolescentes que van caminando en otra dirección y concentrados en su mundo virtual. Camino por un par de horas, visitando los lugares que marqué en la mañana, mirando a las personas, las fachadas de los edificios, las calles, las plazas, todo tiene un aire diferente, tranquilo y cotidiano. Empiezo a sentir hambre, miro en el mapa qué lugar me queda cerca, mientras busco siento un leve empujón, pasa a mi lado y apenas se da cuenta que me ha empujado.
– ¡Hey! , ¡mira por dónde vas!
Regresa a ver, entre sorprendido y molesto, y dice: “Mira tú, ¡sal de mi camino!”. En segundos, cambia de gesto y se disculpa: “Lo siento, voy tarde al trabajo”. Me mira y sonríe.
He conocido a muchas personas desde que estoy aquí y esa fue la primera vez que durante mis paseos de fin de semana sentí que una sonrisa movió algo en mi interior. Sonreí yo también e intenté recordar qué estaba haciendo antes del incidente… Cierto, la comida, mmm, veamos, puedo caminar un par de cuadras más mientras decido a dónde ir. Sigo caminando y de esa sonrisa imagino algunas historias, ¿qué hubiese sucedido si reaccionaba de otra manera? ¿Si hubiese respondido a su sonrisa? ¿Será que trabaja cerca? Qué va, en esta ciudad es complicado encontrar a una persona dos veces en el mismo lugar.
Llego hasta un restaurante de comida local, ingreso y busco una mesa cerca de la ventana, miro alrededor y el ambiente es muy cálido, la decoración ayuda a que el local se sienta acogedor, me da la sensación de haberlo visitado antes, se siente muy familiar. Ordeno un platillo que llama mi atención, mientras espero, miro por la ventana a la gente que pasa por ahí cerca, imagino sus historias, pero son interrumpidas por el recuerdo de esa sonrisa. Me inquieta esa sensación tan peculiar que puede generar una sonrisa.
Mi pensamiento es interrumpido por el mesero mientras coloca el platillo frente a mi acompañado de una rosa.
-Buen provecho, disfrute de nuestra especialidad del día.
– Muchas gracias-, le respondo.
Me pareció un detalle interesante eso de que la comida venga acompañada de una flor, supongo que será una costumbre del restaurante.
Disfruto de la comida, con cada bocado descubro nuevos sabores, realmente valió la pena entrar a un nuevo lugar. Termino mi platillo y el mesero se acerca con un postre, el cual no había ordenado; me sorprende además que viene acompañada de una nota. “Realmente lo siento por lo ocurrido en la estación. P.D. Disfruta del postre, te espero la siguiente semana a la misma hora, yo invito”.
Mientras todo eso ocurría, apenas percibí que alguien salía del local con paso apresurado, misma persona, misma sonrisa. ¿En realidad estaba sucediendo todo esto? ¿Dos veces la misma persona? Algo que hasta el momento consideraba imposible. Guardé la nota, terminé el postre y cancelé mi cuenta. Pregunté al mesero quién era el que me había enviado la nota. Su respuesta vino acompañada de un comentario: “Es el dueño del restaurante y seguro causó una impresión en él para que haya preparado el platillo que ordenó. La siguiente semana será mucho mejor. La esperamos”.
Salí del local, caminé por varias cuadras tratando de organizar mis pensamientos. ¿En realidad esto estaba sucediendo? Durante los siguientes días la ansiedad se hacía presente con solo pensar que se acercaba el día de regresar al restaurante y descubrir quién sería esa persona que me había conseguido ilusionarme en un par de segundos. Jueves en la mañana, todos los noticieros con la misma incertidumbre. El virus se está esparciendo, se toman las primeras medidas y se las debe cumplir de manera inmediata y obligatoria. Se cancelan eventos, se cierran escuelas y colegios, el trabajo será desde la casa, locales cerrados, sistema de transporte cancelado hasta nuevo aviso. Nadie puede salir de sus hogares a menos que sea una emergencia o para abastecimiento de víveres. No sabía qué me impactaba más, toda la incertidumbre generada por el bendito virus o el no poder llegar el sábado a la cita. Las semanas y meses pasaron, aprendimos a vivir bajo las nuevas medidas de bioseguridad, algo de “normalidad” estaba presente. Decidí salir e ir hacia el centro, tenía que llegar al restaurante, durante todo ese tiempo no dejé de pensar en lo que había sucedido. Tan pronto bajé del autobús, caminé a paso rápido y casi al llegar al local noté un anuncio en la puerta de entrada: “Gracias por apoyarnos, pero el restaurante no aguantó la cuarentena”.
Una de tantas historias incompletas de amor y desamor.
Autor: Soledad Anda