Por fin, él se despertaba. Tras cientos de noches en vela, miles de horas de reflexión y millones de desvaríos internos que no paraban de inmiscuirse en mi mente con el único propósito de no permitirme razonar, pensar, soñar, ni tan siquiera dormir, allí estaban sus párpados, abriéndose de un modo desesperantemente lento. Los segundos más importantes de mi vida llegarían cuando el paulatino devenir del tic-tac cumpliera con su función. Cuando llegara el momento en el que, al fin, él pudiera reconocerme. O, peor aún, cuando no lo hiciera.
Había requerido de todas esas noches a falta de sueño para tomar una decisión. En realidad, era la vida la que me estaba obligando a dictaminar en este preciso instante mi futuro, no es que yo lo deseara así. El destino era el que me había traído hasta esta disyuntiva, a este momento de angustia, y yo debía ser consecuente con él. Al fin y al cabo, no había sido la casualidad la que había intervenido en la noche del veintitrés de marzo. Definitivamente, todo esto no podía ser obra del azar, sino del todopoderoso destino.
Después de un maravilloso noviazgo y de un año de matrimonio no menos especial, mis esperanzas estaban depositadas en un futuro de lo más halagüeño. El amor de mi vida, Fernando, compartiría el resto de su vida conmigo, pues así lo habíamos prometido ante un altar. Y he de decir que la felicidad embriagaba cada rincón de nuestro hogar.
Pero la noche del veintitrés de marzo trajo consigo un inesperado giro de los acontecimientos, poniendo todo mi universo patas arriba. Sin más motivo, una amarga sonrisa decidió arrancarme el corazón del pecho tras pronunciar las palabras que toda mujer, como yo, felizmente casada, teme escuchar: “quiero el divorcio”.
Las palabras brotaron de sus labios y llegaron directas hasta mi pecho, que no pudo más que conmocionarse ante la aterradora idea de separarme del hombre de mi vida. ¿Qué había hecho yo mal? No encontraba entre mis recuerdos ni una sola explicación razonable a su petición de separación. Yo había sido la esposa perfecta, ¿y así me lo pagaba?
Por eso el destino intervino a mi favor cuando aquel perro se cruzó en nuestro camino. El destino quería que estuviéramos juntos, y esa era la única explicación. Cierto es que aquella discusión con las manos al volante de la que yo era totalmente responsable también obró a mi favor, pero eso jamás podría reconocerlo si quería mantenerlo a mi lado.
El caso es que la fortuna disfrazada de accidente había hecho el resto. Fernando perdió el control del coche y ahora su doctor me decía, con una expresión trágica en su rostro, que probablemente él no recordaría nada de lo que había sucedido durante el último año. ¿Y era yo mala persona por tener la intención de continuar mi matrimonio como si el término “divorcio” jamás hubiera salido de sus labios? ¿Actuaba de forma completamente inmoral por pretender hacerle feliz, por evitarle todo el dolor que supondría una ruptura después de tal dramático accidente? Ocultarle la verdad, una pequeña parte de la realidad, al final merecería la pena. A fin de cuentas, el destino había tomado la decisión por mí, y era mi deber seguir los pasos que este me había marcado. Por el bien de los dos.
Una de tantas historias incompletas de amor/desamor y todo lo del medio!
Autor: Eva Olivares Villafranca