Era la primera Navidad que celebraba entre playas y calor. Estas fechas no siempre vienen con nieve y abrigos grandes. En algunos lugares del mundo, especialmente en el hemisferio sur, el agua del mar se convierte en el mejor aliado para la Nochebuena. En esta ocasión, las bermudas y sandalias eran el traje de gala que me acompañaría en la cena del 24 de diciembre.
Cuando abrí los ojos ese día, una emoción invadía mi cuerpo. Hacía mucho que no sentía algo así, que no pensaba en aquel viejo amigo de barba blanca que año con año venía a visitarnos… era difícil recordar la sensación. Las últimas navidades había decidido pasarlas alejado de él y de sus tan esperados regalos.
Éste año era diferente, era el anhelado reencuentro con mi niño interior, con la emoción de abrir regalos y de correr en calzoncillos rumbo al árbol para buscar mi nombre entre las cajas envueltas con papeles de colores.
Esa noche no podía dormir. No quería cerrar los ojos para no perderme el momento. Realmente quería atrapar al gordito en su visita. Verlo fugazmente cuando entrara a la casa. Aquí no había chimenea, no había puertas cerradas. Las ventanas de la sala se quedaban abiertas para que el viento refrescara nuestros sueños.
Esperaba silenciosamente verlo entrar. Creí que lo encontraría acalorado en su traje rojo y sudando por lo inoportuno de su sombrero y botas en estas latitudes. No recuerdo tener sueño ni hambre ni sed. Solo tenía ansiedad de reencontrarlo, abrazarlo y darle las gracias por no olvidar visitarme.
Al llegar la madrugada del 25, me encontraba con la cabeza pegada a la almohada y los brazos listos para salir de cama. Los ruidos de la noche me mantenían en vela, en constante atención. Un sonido en particular me hizo brincar. Era la mezcla entre un motor y campanas. Corrí a la sala con el mayor sigilo posible. La noche me camuflajeaba y la oscuridad era mi mejor amiga. Me escondí detrás del sillón; con el pecho pegado al piso, me quedé quieto, observando.
Durante unos minutos el silencio fue absoluto. Nada pasaba. Fue el viento el primero en entrar a la casa. Luego un sonido que me resultó familiar, el de unas sandalias caminando sobre el piso de madera. Levanté la mirada, lo busqué con los ojos. El gordo de barba estaba frente al árbol. Había perdido un poco de peso y recuperado un poco de color, tenía un buen bronceado y unas bermudas azules con líneas amarillas a los costados. Llevaba una camisa abierta y unas sandalias rojas que servían como recordatorio de su identidad. Por un momento hubiera jurado que era mi abuelo. Dos cosas me hicieron dudarlo. Primero, mi abuelo llevaba más de 6 años muerto. Segundo, creo que nunca se hubiera dejado barba y bigote.
No entiendo si la oscuridad confundía mi vista o si el deseo de mantenerme escondido acortaba mi visión. Solo sé que me quedé inmóvil por un buen tiempo mientras él dejaba amorosamente los regalos debajo del árbol de Navidad. El tiempo pasó lentamente. Completó su misión y estaba a punto de salir de la casa cuando se paró de golpe. Volteó a ver hacia mi dirección y me miró fijamente. “Recuerda que debes esperar hasta el amanecer para abrir los regalos”, me dijo.
Me quedé paralizado, el viejo siempre supo que estaba ahí. No dejó de sonreír y cuando subió al vehículo, prendió el motor de lo que parecía más una pequeña avioneta que un trineo de nieve tirado por renos. Corrí a la cama y cerré los ojos. Esperé hasta el amanecer y salí velozmente de mi habitación a buscar a mi sobrino y mi hermano. Bajamos lo más rápido que dieron nuestras piernas a abrir los regalos. Sin embargo, cuando encontré el mío, lo abrí con lentitud; los nervios me devoraban y la curiosidad me hacía temblar.
Saqué del envoltorio un marco de fina madera. En el medio tenía una foto mía que había dado por perdida hace ya tiempo. En ella se podía ver a un pequeño niño sentado en las piernas de un regordete de barba y traje rojo. Al lado derecho, tomando mi mano, estaba mi abuelo. Sosteniendo felizmente su cámara fotográfica y, colgadas en el pecho, sus indestructibles lentes para leer. En el paquete también había una pequeña carta con un mensaje.
”El mejor regalo del mundo, es el tiempo que pasas con la familia”
Corrí a abrazar a todos. Descubrí que la Navidad no es nieve y regalos. Entendí que la Nochebuena es cada noche que pasas en familia. Que un abrazo es el mejor regalo; que Santa Claus tiene mucho trabajo y que a veces, lo vemos más de una vez al año.
Una de tantas historias sobre Navidad.
Autor: Felipe Oz.