Cuando era niña, no recuerdo muy bien si creía o no en Santa Claus, es muy probable que sí, aunque sí recuerdo tener siempre el cariño de toda la familia la noche del 24.
En la casa de la abuela, nos reuníamos primos, tíos y uno que otro allegado a la familia, que compartía con nosotros esa noche especial, en la que no importaba qué íbamos a comer, solamente el estar juntos. Una noche especial que me llenaba de ilusión.
Con el pasar de los años, esas reuniones fueron reduciendo el número de asistentes, hasta que quien había fomentado la unidad entre todos se volvió una estrella.
Algún tiempo después, he ido conociendo, coincidiendo con esta fecha, a personas que me han enseñado varias lecciones en la vida. Así, recuerdo a una pareja que nos relató a mi esposo y a mí, una de estas vivencias especiales. Contaban que un año, en Navidad, por causas mayores, se entregaron como regalo en su familia solamente cartas. En ellas se expresaban todo el cariño y el calor del hogar. Esto me hizo pensar sobre la importancia de la armonía en familia para sobrellevar momentos no tan agradables y de la unión de cada hogar, que en estas fechas se muestra especialmente.
El año pasado, conocí a una pareja del campo, que vive solamente de sus cultivos y su tierra. Me recibieron en su pequeña casa con muchísimo afecto y me ofrecieron alimentos. Pude palpar de cerca una realidad totalmente diferente a la mía y aprendí que no importa si tienes mucho o poco, sino que siempre hay algo que ofrecer al prójimo.
Este año, que nos lleva dando lecciones desde marzo, he decidido mirar la Navidad nuevamente como una niña, ilusionarme con las luces, las ventanas decoradas, las estrellas y la felicidad con la que los colores de esta época nos demuestran que lo más importante es el nacimiento de Jesús cada año en nuestro corazón.
¡Qué viva siempre la luz en cada corazón!… y que cada Navidad ilumine nuestra vida.
Una de tantas historias incompletas sobre Navidas.
Autora: Isabel Mora