La Navidad… un momento mágico del año. Me imagino que está tan cerca de la finalización del mismo para recordarnos qué tan afortunados, agradecidos e, incluso, bondadosos hemos sido o pudimos haberlo sido.
Es curioso cómo, cuando éramos niños, medíamos la felicidad de dicha celebración por la cantidad de regalos que recibíamos. Una felicidad tan efímera que no pasaba del mes de enero y, a veces, ni recordábamos quién nos obsequió tal o cual cosa. Igual de curioso es que, como padres, procuramos darles esa felicidad a nuestros hijos (a veces sobrinos o hijos de seres queridos) y, a la vez, nos quejamos de que no se sientan dichosos por tenernos a su lado o por poder compartir un cachito de su vida con sus abuelos, tíos, primos y demás.
A mis 41 años, creo no poder pedir más en esta época, gozo de salud, tengo trabajo, tengo a mi lado a mis pequeños tesoros, cuento con un gran grupo de amigos lejos y cerca de mí, que sé que están bien y, por supuesto, tengo a los miembros de mi familia casi completos… sí, porque así es la vida, hay que agradecer por lo que se tiene y por lo que se tuvo mientras se lo pudo disfrutar.
Fue la noche del 24 de diciembre del 2016 en la que aprendí a valorar todo lo que ahora les digo de manera tan madura y desde el corazón. Meses atrás, habíamos decidido con mi esposa que nuestras hijas ingresaran a un grupo de scouts para que hicieran nuevos amigos y se involucraran en actividades diversas, desde supervivencia hasta la ayuda social. Como parte de estas actividades, el grupo scout tiene la maravillosa costumbre de llevar chocolate caliente y pan de pascua a las afueras de algún hospital público de la ciudad.
La verdad, fue un baño de humildad y un sentimiento de sobrecogimiento. Mientras la noche llegaba, los miembros del grupo empezaban a preparar el chocolate en una esquina a modo de vendedor ambulante, y así, empezar a regalarlo a las personas que lo quisieran o lo necesitaran. Para los niños, el hecho de verse y hacer algo juntos era motivo de algarabía, conversaban, colaboraban, se ayudaban unos a otros y se empujaban a soltar la timidez.
Había personas que se encontraban en la calle trabajando, en un puesto similar al que teníamos nosotros. Una señora que vendía bebidas calientes nos dijo muy dulcemente y en son de broma: “Me acaban de poner la competencia”. Esbozaba una sonrisa en su rostro y en seguida dice, “pero que linda iniciativa, bien está, porque hay personas que no tienen ni un dólar para gastar”. La primera impresión de mi hija mayor es abrazarme y decirme, “papi, ¿estas personas no van a ir a sus casas a pasar la navidad?”. Mi reacción es inmediata, le devuelvo el abrazo muy fuerte y le digo, “algunas no, mi amor, vamos arriba para que veas y te explico”.
A este plan se sumó mi segunda hija y subimos hasta la sala de espera del hospital, bueno, tal vez a una de ellas, al menos la que daba vista hacia afuera. Una mezcla de espera de emergencias y otras personas que estaban pendientes de algún familiar que se encontraba adentro. En seguida, se escuchó el sonido estremecedor de una ambulancia. Hubo un accidente y llevaban un herido. Las dos sujetaron mis brazos con fuerza y nos acercamos hasta las puertas del hospital. Adentro se podía ver personas con rostros de dolor, tanto físico como emocional, y la mayor me dijo en ese instante, “¿por qué la vida es así?” Traté de explicarle que la vida siempre sería así, y no hay momento para estar bien o no estarlo, para estar vivo o morir, pero que sea el momento que sea hay que estar agradecido por lo que se tiene y, sobre todo, por contar con quien se tiene alrededor. Sin más trámite, las dos me empujaron y me dijeron, “vamos a traerles una taza de chocolate al menos”.
Pedimos permiso al guardia de seguridad, quien nos permitió ingresar al interior de la sala de espera y empezamos a repartir no solamente chocolate, sino algo de esperanza. Se veía en los ojos de quienes recibían el chocolate, el pan y un deseo de Feliz Navidad, al menos por un instante, un brillo diferente al que hasta ese momento tenían. Esto se trasladó a guardias, enfermeras, doctores, pacientes, familiares, cuidadores de vehículos, indigentes y a todos quienes se acercaron a nosotros.
De regreso a casa, había un silencio, no de pesadumbre, sino de reflexión. Se nos notaba. Las horas pasaron y en seguida dieron las 12 de la noche. Fue la primera vez en sus cortas vidas, que mis hijas esperaron con ansias el abrazo de cada miembro de la familia más que a los regalos que estos tenían para ellas.
La Navidad es sinónimo de esperanza para quienes somos cristianos. Es la celebración del nacimiento de quien reconocemos como nuestro Salvador, de ahí este significado que le damos a la época del año. Para quienes no lo viven de un modo religioso, es, sin duda, una época de regocijo que se expresa a través de presentes y muestras de cariño, y no me lo van a negar, de uno u otro modo es la celebración de la vida misma.
Este año en particular ha estado plagado de temores de toda índole y muchas personas perdieron seres queridos. Sin embargo, quiero recordarles que deben ver a su alrededor y sentirse felices de lo que tienen, para empezar, si estás leyendo esto significa que aún sigues vivo, así que vive y sé agradecido.
¡Feliz Navidad!!!
Una de tantas historias incompletas sobre la Navidad.
Autor: Andrés Acosta.