Cuando le preguntaba, hace muchos años, por la desagradable necesidad de periódicamente tener que sangrar el embrague del carro, mi abuelo, me explicaba la responsabilidad de ponerse frente a un volante.
De ahí su importancia, decía él: un embrague mal regulado puede causar un accidente. Ese año sangramos el embrague 100 veces.
Desaparecido debajo de su Mazda me gritaba: “Marido, bombea”, y yo pisaba el embrague una y otra vez, hasta que me ordenaba que parara, y luego otra vez: “bombea”.
Terminado el trabajo, mientras sacaba del bolsillo trasero de su overol, que olía a grasa, una franela roja con la que se limpiaba las manos, me sentaba a su lado, o en las piernas, para hablarme de cuando le tocó, como conscripto, movilizarse a una zona cerca de Azogues, esperando órdenes para ir a luchar en la Guerra del 41.
Me hablaba de sus compañeros, y de cómo a lomo de mula, llevaban los cañones desarmados. “Eran demasiado grandes para llevarlos enteros”, me decía Papá.
Me narraba lo que venía a ser una noche cualquiera en ese lugar, concentrándose en la posibilidad de alguna incursión peruana, hasta que vio como se le aparecía una criatura distinta, extraña a sus ojos.
La criatura caminaba sin afán, como contando pasos. Era una mezcla entre caballo y hombre, “un semidiós hermoso”. Según le describía: “Animal de pelo negro, cuerpo amplio, y cabello largo”.
Aunque mi abuelo, cada vez, inventaba criaturas insólitas. Podía ser un hombre águila, hombre lobo, hombre lagarto. Olvidando casi siempre las que había imaginado con anterioridad, concluía que no todos podían ver la criatura.
Le dije una vez: “Yo no puedo ver esa criatura”, y mi abuelo respondió, entusiasmado, como si desde hace mucho tiempo esperaba el comentario: “¿Cómo qué no? Mira”, y me llevo frente al espejo.
“Mira”. Y lo miré y pregunté: “¿Qué miro? ¿Qué?”. Y volvió a decir: “Mira”.
Y yo otra vez: “¿Qué miro?”
Y me hizo notar mis piernas comparadas con las suyas, diciendo: “¿A qué se parecen?
Le dije: “no sé, dígame usted Papá” … y se incomodó.
“¿A qué se parecen? Fíjate bien”.
Y con la voz quebrada, le dije: “no sé, de verdad, no sé”. Mi abuelo se arrodilló (aun así, seguía siendo más alto que yo), me tomó por los hombros, y me sacudió, rogándome: “dime tú, por favor, a qué se parecen”. Atendiendo su súplica, le dije: “Son fuertes”.
Y él: “¿pero fuertes como qué?”.
Y yo recordé a mi perro, el Cuqui: “fuertes como las del Cuqui”. Y mi abuelo, aliviado, gritó: “Exacto marido, ¿ves la mezcla?”.
Una de tantas historias incompletas de infancia. Historia 4/12
Autor: René Ávila
One Comment
Agradable historia, recuerdos de familia muy bien narrados. Felicitaciones a René.