¡Cambio! ¡Cambio! Grito asfixiado mientras me dirijo a la banda. Otro compañero entra apresurado para cubrir mi puesto. ¿Cómo es posible? ¡No hará ni diez minutos que empezó la pachanga*! Yo, que me pasaba horas jugando como si la final de la Copa del Mundo se disputara cada tarde en los soportales de la esquina.
Entonces era un niño lleno de energía. Un niño de los que jugaba en la calle. Un niño de barrio. Un niño al que conocían las vecinas. Un niño que recogía las chapas del bar de la esquina para correr el Tour de Francia o jugar el Mundial. Un niño que luchaba contra el sueño cada viernes, para tratar de ver en la tele el “Un, dos, tres” hasta el final. Un niño que iba a misa los domingos por la recompensa posterior en forma de tebeo y cromos.
No sé en qué momento se pierde esa chispa irrepetible de la infancia. Esas ganas de no perderse nada. Esa sensación de tener todo por descubrir; de vivir cada día en un lugar lleno de incógnitas que desvelar. Un entusiasmo desbordante que muere con los años a golpes de realidad. De repente, eres un adulto. De repente, estas rodeado de cinismo e hipocresía.
La pachanga semanal es lo más parecido a regresar a esos años. Un grupo de personas con las que me siento libre. Una suerte de reencuentro con mi yo más auténtico. El intenso dolor intercostal me recuerda que el reloj no deja de correr. Las pachangas se acabarán. Todo acabará algún día.
Deseo para mi hija una infancia, al menos, tan feliz como la que recuerdo. ¡Ese partido sí que es difícil! Criar a una persona es como disputar a diario la final olímpica de un deporte del que no conoces las reglas. Su felicidad será mi mayor victoria.
Una de tantas historias incompletas sobre infancia. Historia 3/12.
Autor: Jorge Sánchez
*Pachanga: Partido de fútbol amistoso entre amigos (en España).
2 Comments
Historia muy real, nos pasa a todos. Felicitaciones.
Sin duda Miguel