- Ya estoy en casa.
- Ya estoy en casa.
Como era de esperar, nadie, salvo el eco sordo en su cabeza, contestó al susurro de Ismael. Tras cerrar sigilosamente la puerta de entrada, se aseguró de atrancarla bien por dentro.
Acostumbrado a moverse con agilidad en la penumbra, localizó y encendió el pequeño candil de aceite que le esperaba en la destartalada mesa del recibidor. En otro tiempo, aquel mueble habría sido del estilo con el que decoraba su casa. Claro, en otro tiempo muy, muy lejano…
La lánguida y temblorosa sombra de Ismael, se desplazaba silenciosa por el angosto pasillo parpadeando, como hacía la pequeña llama tras el cristal del candil. Un par de metros antes de llegar a la acristalada puerta del salón, dejó en el suelo la mochila que colgaba de su famélico hombro, bajando a continuación la intensidad de la llama hasta hacerla casi imperceptible, volvió a coger la mochila, y se acercó a la puerta del salón, abriéndola cuidadosa y lentamente. Pese a la impenetrable oscuridad que el candil sólo acertaba a arañar tenuemente, el podía ver con nitidez. La oscuridad y el silencio eran dos de las constantes que regían su existencia, y aquello era algo que no le desagradaba y a lo que estaba perfectamente adaptado. La soledad y el miedo, también dominaban su extraño mundo, pero él se movía con destreza, pese a las dificultades por las que pasaba su día a día.
Ya dentro del salón, se agazapó tras el respaldo del raído sofá que se apostaba en el centro de la estancia. Abrió la mochila y sacó un par de latas de conserva y un bote de cristal vacío. Abrió la primera lata, vaciando su contenido en el recipiente. Los pequeños granos de maíz fueron cayendo con rapidez, hasta que apenas quedaba un puñado de ellos, momento en el que estos empezaron a caer perezosa y lentamente. Introdujo entonces su dedo en la lata, rebañando hasta el último de ellos y el dulce jarabe que se conformaba en el fondo al enlatarlos. Aquel sabor le supo como el mejor de los manjares. A continuación, cerro el bote de cristal con el maíz, volviendo a guardarlo en la mochila. Después, abrió la segunda lata. Una a una, y con la calma que requería la operación, sacó las sardinas del “ataúd” metálico que las contenía, apurando hasta la última gota del valioso aceite que las conservaba. Ese momento de modesto placer, nada ni nadie podía arrebatárselo.
Con el estómago falsamente lleno, saboreó esos precisos momentos de calma de sobremesa y, durante unos segundos, y con los ojos entreabiertos, observó frente a sí conformarse la difusa forma del marco de un cuadro que presidía el salón. Una versión de “La última cena” de Da Vinci, en la que un grupo de monos encarnaban a Jesús y a los distintos apóstoles. Una imagen tan poco apropiada (dada su situación) como hortera y blasfema, más aún en esos momentos en los que todavía saboreaba el pastoso sabor de la última de las sardinas. “No entiendo por qué cojones no he descolgado esa mierda todavía…”, pensó para sí observando con detenimiento el cuadro.
Apagó la luz del candil y el sopor le invadió, sumiéndole en un ligero, pero quebradizo sueño. Encendió la luz azulada de su arañado reloj de pulsera y miró la hora, tras lo que estiró sus brazos tratando de desperezarse. Apenas habían pasado veinte minutos desde que terminó su cena. Se levantó, dirigiéndose a la ventana, tras la que la noche caía a plomo sobre las calles del pequeño pueblo en el que llevaba varios días subsistiendo. Tras esa ventana, la soledad y oscuridad más infinita, empapaba todo lo que le rodeaba, convirtiéndole en la brillante estrella de su propio sistema solar. Más allá de él y su famélico cuerpo, un insondable y aún más oscuro universo en el que él parecía ser lo único que se interponía entre el caos y la nada más absoluta. Alzó la cabeza contemplando la luna, que se asomaba a través de las nubes, del mismo modo que él hacía tras la pesada cortina del salón. A los pies del edificio varias tiendas de lúgubre apariencia y con el aspecto de llevar años cerradas conformaban un paisaje tétrico y fantasmal.
Ismael, en aquel lugar no dejaba de ser una más de las sombras que deambulaban por esas calles que, mucho tiempo atrás, debieron estar llenas de vida. Ensimismado en sus pensamientos, no reparó en algo que parecía moverse en la oscuridad de las mismas, amparándose en los derruidos muros de las distintas casas que había a uno y otro lado de la calle para ocultarse de la tímida luz que la luna reflejaba. Instantes después, reparó en otro bulto oscuro que repetía los movimientos del primero. Después, un tercero y un cuarto, siguieron a los primeros. A continuación, varios más comenzaron a moverse por distintos lugares de la ruinosa calle. Sin duda, le habían encontrado. Sólo entonces, Ismael, suspiró de alivio. Tanto tiempo escondido entre las sombras, le habían llevado a olvidar la sensación del cazador que acecha a su presa y su verdadera naturaleza, de la que intentaba huir. Una maquiavélica sonrisa se dibujó en su rostro, al sentir crujir dentro de él cada uno de sus huesos cuando comenzó a transformarse. Giró la cabeza en dirección al cuadro, que ahora podía ver con total nitidez y pensó: “Después de todo, quizá aún no he disfrutado aún de mi última cena…” Ismael, casi podía sentir la carne fresca deshaciéndose en su boca…
Una de tantas historias incompletas sobre terror. Historia 6/12.
Autores: Manel y Pako.
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2 Comments
Maravillosa narración de un tema muy apropiado con la celebración de hoy. Felicitaciones al autor.
Mil gracias, Miguel. Un placer llegar y gustar al lector. Objetivo cumplido! Un abrazo!