-¿Te atreves con una historia de terror para dentro de 20 días?
-¿Terror? No sé, tío. Nunca he escrito terror antes.
-Si alguien puede, ese eres tú.
Era cierto. Nunca antes había escrito nada de terror. Pero no era menos cierto que siempre he agradecido un buen reto a la hora de sentarme a escribir. Aunque si algo he agradecido toda mi vida, por encima de cualquier cosa, han sido los halagos. Ya había escrito antes algunos relatos para su web y la verdad es que habían funcionado bien. Muy bien. Así que me hice de rogar un poquito más, lo justo, y acepté.
Estaba convencido de que, como siempre, no tardaría en dar con una buena idea, pero admito que no esperaba que fuera esa misma noche. Y la idea no sólo era buena. Era una idea brillante. Me asaltó cuando estaba a punto de meterme en la cama, así que tomé unas pocas notas en un papel y me acosté, decidido a empezar a escribir en cuanto me levantara. Con un poquito de suerte, podría entregarle el relato con 19 días de antelación. Esa noche, al final, apenas pegué ojo, dándole vueltas y más vueltas a esa idea que cada vez se me antojaba más prometedora.
Cuando me senté delante del ordenador, después del primer café de la mañana, empecé a teclear como un loco y enseguida supe que aquel relato no sólo iba a ser bueno. Probablemente sería lo mejor que había escrito nunca. Tenía una limitación de mil palabras, esas eran las condiciones de la web, pero ese día dejé que la inspiración fluyera libremente. Ya tendría tiempo de ajustarlo.
Me pasé el resto del día releyendo, acortando, reescribiendo y retocando el borrador inicial. Estaba bien, pero la idea era tan magnífica que el resultado final tenía que ser perfecto. Hasta la última coma. No hice otra cosa ese día. Ni al día siguiente. Ni el siguiente. Ni esa semana. Sabía que había otros encargos que estaba descuidando, pero esos me ilusionaban y me exigían muchísimo menos, así que ya tendría tiempo de volver a ellos cuando fuera. No me preocupaba. ¿Cuándo le había fallado yo a alguien?
No sé cuántos días faltaban para la fecha de entrega cuando mi amigo volvió a llamarme:
-¿Cómo llevas lo del relato?
-Muy bien. Mejor que muy bien. He tenido una idea brillante y me está llevando más tiempo del que imaginaba, pero estará terminado a tiempo.
-Genial. Sabía que podía confiar en ti.
Y volví a la tarea. El relato ya había pasado entonces a ocupar cada hora de mi existencia. Sus personajes, con los que ya me había acostumbrado a convivir durante el día, empezaron a visitarme también por las noches. Teníamos largas discusiones sobre sus motivaciones, el por qué de sus actos, lo confesable y lo inconfesable, y pronto surgieron la primeras discrepancias. Sólo había una cosa en la que estábamos de acuerdo: el relato tenía que ser soberbio de principio a fin. Ellos no se merecían menos y yo no podía conformarme tampoco con menos.
Cuando se fue acercando la fecha límite, mi amigo empezó a llamarme con más insistencia. No le cogí el teléfono, pues llegado a ese punto hasta eso me suponía una distracción la mar de fastidiosa. Intentó contactar conmigo por WhatsApp, y se puso tan pesado que acabé bloqueándole. Ya volvería a tener noticias mías cuando le entregara el relato, y estaría tan fascinado que cualquier mal rollo que pudiera haber entre nosotros se olvidaría rápido.
Mientras, por mi parte y lejos de desanimarme o darme por vencido, cada día que pasaba estaba más motivado y entusiasmado con el mundo que había creado. Bueno, con el mundo que yo y ellos, mis queridísimos personajes, habíamos creado. Juntos. Pero no era fácil. Las discusiones entre nosotros eran cada vez más intensas y acaloradas, y las discrepancias fueron dando paso a las rencillas. El anciano de la cara quemada y la señora que sólo se comunicaba por señas, qué cosas, eran los que tendían a montar más alboroto y a debatir con mayor vehemencia, pero nada podía igualarse con la autoridad y el respeto que imponían el niño pálido de los tres dientes y su peluche descabezado. Si alguna vez fue un oso o un conejo, nunca llegamos a averiguarlo.
Con el tiempo, me vi obligado a bloquear e ignorar a todo el mundo de mi entorno. Clientes, amigos, familia, en aquel momento ya era incapaz de verles nada más que como un obstáculo, un estorbo en mi vida. Perdón, en nuestras vidas. Y era consciente de que la fecha de entrega había expirado hacía mucho tiempo, pero sabía que una vez entregara mi relato no importaría lo más mínimo y le reservarían un lugar privilegiado en la web.
Mentiría si dijera que no hubo momentos de dudas. Y momentos de confusión, en los que llegué a pensar que había pasado a vivir dentro de mi propio relato, y que ya nada ni nadie existía fuera de él. Se me ocurrió, incluso, que ni siquiera era mi relato y que yo mismo era una mera creación dentro de aquél mundo, que antes yo no era nada. ¿Y toda mi vida anterior? ¿Todo aquello había sucedido? ¿Eran recuerdos reales, o los simples caprichos argumentales de algún creador superior?
Todo llegó a su fin un día, de forma inesperada. Para mí y para todos. Ya está. Lo tenía. Estaba terminado. Y hubo un consenso abrumador en que era rematadamente perfecto.
Llamé a mi amigo. Tardó en cogerlo. Tuve que insistir. Normal. Pero acabó contestando.
-¡Lo tengo, tío! ¡El relato! ¡Lo he acabado!
-Perdona, ¿quién eres?
-Soy yo. ¡Rodrigo! Tengo el relato de terror que me pediste, y déjame que te diga que…
-¿Rodrigo? ¿Me estás hablando en serio?
-Sí, tío, tengo el relato y te juro que…
-¿El relato? No lo puedo creer… ¿El relato que te pedí HACE NUEVE AÑOS? Hazme un favor. No vuelvas a llamarme. Nunca. Maldito chiflado.
Y me colgó.
Una de tantas historias incompletas sobre terror. Historia 5/12.
Autor: Rodrigo Martín.
2 Comments
Gracias al autor por compartir con los asiduos lectores esta gran historia de terror muy bien narrada.
Perdido en el tiempo y en el espacio! Buenísima