Sábado en la mañana, como cualquier otro, despierto junto a mi esposa, una sensación de malestar en mi cabeza me ata unos minutos más a la cama. Haciendo un esfuerzo me levanto, me espera un día atareado. Se me nubla un poco la vista, lo atribuyo al malestar en mi cabeza y continuo mi rutina: desayuno, una taza de café, ducharme, prepararme para ir al mercado y luego a trabajar. Al abrir el garaje noto que la llave del candado ya no es la segunda sino la tercera, no presto mayor atención y saco mi vehículo. Conduzco hacia el mercado, en el trayecto pasamos junto a la panadería del barrio, podría asegurar que su nombre era Panadería Charito pero el logotipo dice Panadería Carlitos. Alguien toca su bocina… el semáforo está en verde. Entramos al mercado y luego de comprar frutas y vegetales, me dirijo al puesto 43 donde siempre compro la carne y el pollo. Noto cierta extrañeza en mi esposa. Entiendo por qué cuando llego al puesto 43 y me encuentro con una vendedora de harinas. Mi esposa me dice: “Vamos rápido por la carne, el puesto 34 siempre se llena a estas horas y no quiero esperar, no necesitamos harina”. Siempre he sido una persona que toma las cosas con calma, no digo nada y vamos por la carne. Empiezo a notar que algo no está bien, son varias cosas diferentes que he percibido. Luego de meditarlo un poco lo atribuyo nuevamente al malestar, guardo las cosas en el carro casi en modo automático, conduzco a casa y dejo a mi esposa con las compras en la cocina. Me despido y acaricio a mi perro explicándole, como de costumbre, que voy al trabajo y regreso al medio día.
Conduzco por media hora hasta llegar a la clínica, saludo a la recepcionista y subo las escaleras en lugar de ir por el elevador “para hacer ejercicio”. En ese momento algo perturba nuevamente mi “normalidad” y esta vez es algo mucho más impresionante: las paredes internas las recordaba de color celeste y ahora son marrón… camino despacio mirando con extrañeza, los pacientes de otros consultorios me miran y murmuran, trato de disimular, me dirijo a mi consultorio, saludo a los pacientes que me esperan y enseguida empiezo con la atención.
Sale el último paciente, me quedo solo y puedo ver a través de la puerta abierta la pared marrón del pasillo y nuevamente empiezo a pensar cómo puede ser posible. ¿Acaso de un día para otro pintaron todas las paredes interiores de otro color? Antes de preguntar al personal de limpieza me percato de que no existe ninguna evidencia de trabajos de pintura: no hay manchas en el piso, no hay olor a pintura fresca y todo parece igual que el día anterior… excepto el color marrón de las paredes. No sé qué pensar, en eso un mensaje de mi esposa me trae de nuevo a la realidad; pregunta si ya estoy por terminar para ir a casa, comer y luego viajar a visitar a mi suegra, respondo que voy enseguida. Al salir, dudo si preguntar o no a la recepcionista si habían pintado de otro color las paredes, pero me doy cuenta de que es imposible que en una sola noche lo hayan hecho.
Mientras comemos mi esposa nota mi intranquilidad, su mirada la delata.
Emprendemos el viaje a casa de mi suegra, son 3 horas de camino, como siempre conduzco yo. En la autopista de salida de la ciudad, nuevamente esa sensación de ver cosas diferentes me inunda: radares de control de velocidad en sitios diferentes a los que recordaba. Además, cuando la señal de la radio es escasa, mi esposa conecta su celular y empieza a poner música. Luego de unas tres canciones noto que está poniendo música ranchera. Recuerdo claramente que hace 15 días hablamos del tema y me dijo que ese no era su género favorito. Pero hoy es diferente. En la cuarta canción noto que además de tararear las está cantando, como si siempre le hubieran gustado esas canciones.
Llegamos a un puente que hay al final de una serie de curvas, al final del mismo siempre hay una persona que vende helados, pero nunca nos detenemos. Hoy el local ya no está a la izquierda sino a la derecha. “Seguro lo cambiaron de lugar, al fin y al cabo es un kiosco pequeño”, pienso, tratando de tranquilizarme.
Cerca de llegar a un pueblo famoso por hacer licor de agave, donde hay puestos de venta junto a la carretera, me quedo perplejo, ahora todos los puestos venden vino…
No aguanto más, algo está mal, detengo el vehículo y le cuento todo a mi esposa a mi esposa. Me dice que me tranquilice y que será mejor que ella conduzca a partir de ahí. Acepto y cambiamos de lugares. Me extraña que su reacción no sea de incredulidad o incluso de burla. Arranca el auto, voltea a verme y me dice: “Te creo, nunca me llamas por mi primer nombre, sabes que lo odio, amaneciste en mi lado de la cama; te pusiste esa ropa que no usabas en años; volviste a tomar café; en el mercado estabas desubicado; le hablaste al perro; casi no disminuyes la velocidad en la zona de radares; siempre me compras un helado en la carretera y un vino para regalarle a mi mamá, y no lo hiciste”.
“Pero hay algo más…”, me dice con el semblante muy serio, “no es la primera vez que pasa. Pero no te preocupes, ellos saben cómo ayudar a los “viajantes de universos” como los llaman, así que los puse en alerta desde la mañana. Comprendo a lo que se refiere cuando dos vehículos blindados de vidrios oscuros se colocan uno adelante y otro atrás del nuestro. Una lágrima cae por su mejilla y dice: ojalá esta vez sí puedan ayudarme a encontrar a mi esposo.
Una de tantas historias incompletas de SCI-FI. Historia 9/12.
Autor: Milton Guamán.