Son las seis de la tarde, entro sigilosamente al departamento con las compras habituales de la semana y lo veo a él cocinando la cena para nuestros hijos. “Qué buen padre es”, no puedo evitar pensarlo. Admiro su entrega hacia ellos; podría estar acostado en la cama o perdido en su celular, pero en vez de eso está ahí, repartiendo amor, escuchando con suma atención lo que nuestros hijos le cuentan. Y de pronto se me cruza el recuerdo del día de ayer, cuando recibí una llamada que me partió el corazón. Mi celular estaba a punto de descargarse, así que me senté en el suelo cerca del enchufe, mi cargador apenas mide 30 cm de largo. Y ahí, mientras sentía el suelo frío de las noches de invierno, escuchando una noticia desgarradora, le veía a él, frente a mí, como de costumbre, perdido en su celular, sin mirarme, sin escuchar con atención mis palabras; se me escapa una pequeña lágrima, pero él no lo nota.
Termino la llamada y él, en tono indiferente, me pregunta “¿qué le pasó a tu hermana?”. Yo, una vez más, noto su insensibilidad, su falta de empatía, su incapacidad para mostrar inteligencia emocional… y quiero gritarle, sacudirle, decirle lo irritable que me resulta su incapacidad de sentir mi dolor… quisiera decirle cuánto me desespera su ineptitud para adivinar mi necesidad de un abrazo, de que me mire a los ojos y suelte ese maldito celular… quiero decirle que es un cadáver incapaz de transmitir amor a través de una mirada, que en vez de ojos parece tener botones y que su alma pareciera ser reemplazada por un software programado para decir una serie de palabras que cumplen con la funcionalidad de satisfacer al cliente. Decirle que esas palabras carecen de emociones, de sentido, carecen de núcleo y movimiento. Son palabras vacías, sueltas en el aire, palabras que no se dirigen a ningún lado.
Quisiera deshacerme de las ganas que tengo de lanzarle un objeto, no una almohada, no, algo duro, consistente, que le quite esa impavidez, que le despierte de su letargo emocional, que le sacuda sus entrañas para ver si vuelve a estar conmigo, porque su cuerpo está, pero él no, o al menos yo no lo siento.
Quisiera gritarle eufóricamente que en tantos años de estar juntos nunca me he sentido escuchada, que él es la última persona con la que quisiera hablar porque siento que la pared tiene aún más conciencia.
Quisiera, quisiera, ¡quisieraaaaaaa!… Pero, en vez de eso, escucho de nuevo la pregunta “¿qué le paso a tu hermana?”.
“Nada importante mi vida”, le respondo de una manera plana, fría, como si estuviera acostumbrada a repetirla un millón de veces. Él, sin despegar la mirada de su celular, ni si quiera nota que salgo de la habitación.
Y ahora vuelvo a este momento, estamos todos en la cocina. Yo acabo de guardar la última funda de compras en la alacena, él está limpiando la carita de nuestra hija embarrada de salsa de espagueti, mientras pretende reírse de uno de los tantos malos chistes que cuenta nuestro pequeño. Todos nos reímos.
Hoy no es el momento, mañana quizás me atreva a dejarlo.
Autora: Cristina Alcázar.
7 Comments
Felicitaciones Cristina, no sabía que tenías dotes de escritora. Lo has hecho muy bien, excelente narración de un tema muy desgarrador y de permanente presencia en la sociedad de hoy. Cordiales saludos.
Cris se me puso la piel de gallina al leer. Te felicito!
Muchas gracias por tu mensaje Valeria. Sin duda es una gran historia. Le haremos llegar tus felicitaciones a Cristina.
Bellísimo Cris me gustó mucho.
Gracias por tu mensaje Marcela. Nos alegra mucho que te haya gustado.
Me ha encantado de principio a fin. Queremos más 😍😍😍
Nos encanta tu entusiasmo. Mañana se viene otra historia.