Señora, ya puede conocer a su hijo…

¡Esta era la frase más esperada de los últimos días y hoy por fin la enfermera la estaba pronunciando! Me dispuse a levantarme de la cama lo más rápido que podía para acomodarme en la silla de ruedas que habían dispuesto para mí. Me sentía aún algo torpe y mareada, seguramente por las noches sin dormir y los medicamentos que estaba recibiendo para controlar mi presión luego de la cesárea. Conforme atravesaba el largo y desolado pasillo del hospital, mi ansiedad iba creciendo, una mezcla de alegría, impaciencia y temor se iba apoderando de mi cuerpo, mientras mi mente seguía repasando de forma insistente los recuerdos de los últimos meses buscando una razón: ¿Qué es lo que había pasado? ¿Por qué ocurrió? ¿Qué fue lo que hice mal?

Unos días antes me encontraba asistiendo a la cita de control prenatal correspondiente a la semana 36 de mi primer embarazo, a la edad de 33 años. Era lo que en el argot médico se conoce como una “mamá añosa”, y, en definitiva, esa había sido mi decisión, yo elegí (como tantas otras mujeres), cumplir varias metas académicas, personales y profesionales antes de experimentar el rol materno. ¿Será acaso que esa elección ahora me estaba pasando factura? En esa cita luego de descubrir que algo estaba muy mal, el médico dispuso una cesárea de emergencia.

La cirugía fue posiblemente uno de los momentos más intensos de mi vida. Dado que el tiempo era el factor determinante, no fue posible esperar a que la anestesia estuviera al 100% para que el médico empezara a cortar cada una de las cinco capas que se interponían entre mi bebé y el mundo. El dolor ya no me importaba, yo sólo quería ver a mi hijo, y saber que se encontraba bien. 20 minutos después extraían de mi algo que no alcanzaba a divisar pero que no emitía sonido alguno. En ese instante el médico me ordenó respirar lo más fuerte y profundo que pudiera, y así lo hice mientras lo escuchaba a él y a las enfermeras aplicar lo que asumí eran protocolos de reanimación. Fueron los 10 segundos más largos de mi vida, pero una vez transcurridos alcancé a oír un ligero gemido similar a un maullido. En ese momento los médicos cortaron el cordón umbilical e inmediatamente llevaron a mi bebé a la unidad de cuidados especiales, sin tan siquiera permitirme ver su rostro.

De ese acontecimiento habían pasado ya tres días en los que no había podido tener contacto alguno con mi hijo, lo más cercano a él habían sido los reportes de los médicos respecto a su estado. Pero hoy finalmente la espera estaba por terminar. Por fin llegué a la unidad de cuidados neonatológicos, bajé de la silla de ruedas y al ingresar a la sala visualicé dos filas de cunas perfectamente alineadas e iluminadas por pequeñas lámparas que hacían que los rostros apacibles de las criaturas que en ellas se encontraban parecieran resplandecer. “Su hijo no está en esta sección, señora”. La enfermera parecía haber notado mi impaciente mirada recorriendo los reportes médicos que se encontraban al pie de las cunas buscando el nombre de mi bebé. “Acompáñeme por favor”, solicitó.

Al final de la sala se encontraba una puerta de vidrio oscuro, la misma que al atravesarla me reveló el impactante contenido que celosamente guardaba; una serie de cajas transparentes a las cuales se conectaban tanques de oxígeno, sueros e instrumentos de control. Eran los repositorios de diminutos cuerpecitos llenos de cables y tubos que parecían no tener fin. “Solo podrá tenerlo durante 15 minutos”, me advirtió la enfermera mientras abría una de aquellas cajas y colocaba el minúsculo cuerpo de mi hijo entre mis manos. Llena aún de temores me dispuse a acomodar a mi bebé en mi pecho de la forma más delicada posible, podía al fin sentir su calor, su respiración y sus latidos, mientras intentaba grabar en mi mente cada partecita suya advirtiendo que luego de este momento pasarían varias horas más antes de volverlo a tener junto a mí.

Sacudí mi cabeza tratando de no pensar en el después. ¡Por fin estaba con mi hijo! ¡Por fin lo tenía entre mis brazos! Mi pequeño estaba conmigo haciéndome consciente de lo importante que es vivir el presente y disfrutar de los momentos que realmente valen la pena. En ese instante pude comprender que toda la vida transcurrida hasta ese momento me había preparado para enfrentar esos 15 minutos, sin derrumbarme, ni dejarme devastar por la incertidumbre o el temor. A partir de ese momento, las lágrimas de tristeza se convirtieron en lágrimas de alegría, la incertidumbre se convirtió en fe, y la culpa se convirtió en compromiso; el compromiso de ser una mejor persona, para amar, cuidar y proteger eternamente a este pequeño guerrero que había llegado a mi vida en el momento preciso, no antes ni después, simplemente en el momento en el que tenía que llegar.

Una de tantas historias incompletas sobre Mujeres. Historia 5/12

Autora: Silvia Pesantes

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3 Comments

  1. Miguel Mendez

    Felicitaciones Silvia. Hermosa y tierna historia que resalta aún más el valor de las mujeres en todos los órdenes de la vida pero en especial cuando van a traer a este mundo a un nuevo ser, a quien le darán toda su ternura y cuidados, pequeñito en su tamaño pero todo un universo en potencia.

  2. Silvia Pesantes

    Muchas gracias Miguel! fue todo un reto escribirla pero vale la pena cuando ves que ayuda a valorar más el rol materno!.

    1. admin

      Muchas gracias por tu mensaje y tu historia Silvia. Le daremos tu mensaje de agradecimiento a Miguel.

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