Empezaron a sonar los primeros acordes de La mañana, de Edvard Grieg, en el viejo teclado Yamaha que no sabía que tenía en el bar, y aquel hombre duro, curtido por los años, se resquebrajaba y empezaba a llorar. Pequeños espasmos apretaban su pecho, fuera del alcance de su férreo...