Una misión inesperada, sin preparación, un tema que abordar, y que, para mi opinión, no necesitaba planificar contenidos, más que horarios y rutas a seguir. Los destinos: Palma Real, Tambillo y la mágica Santa Rosa, islas del Norte de la Provincia de Esmeraldas, islas en las entrañas de un recóndito bosque húmedo de raíces aéreas, los manglares.
Primer día de visita, hacia Palma Real, cruzamos en bote la majestuosa Reserva de Manglares Cayapas Mataje REMACAM, reserva gracias a la lucha de organizaciones de base que lograron que áreas de manglar fueran concesionadas a las comunidades ancestrales, cuya supervivencia dependía de ese ecosistema.
Aproximadamente al mediodía, llegamos a Palma Real, caminamos por la isla sintiendo el calor, no sólo del clima, sino el que provoca la alegría de la raza negra, niños, adolescentes y adultos, todos de algún modo vibrando felices, correteando, haciendo caso omiso de las huellas que había dejado en su piel una reciente viruela.
Paisaje rodeado de agua, puentes de madera sobre el fango, en el que se podía mirar una especie de criaderos de chanchos. El pescado salado a los costados de ese interminable camino, adornado a cada lado de mangle, ya transformado en construcciones modestas que albergan hogares, hogares de pescadores, concheras, cangrejeros.
Esperábamos la llegada de las concheras, habían salido a las dos de la mañana a su faena en el manglar, a recoger la concha, enterrando sus piernas hasta las rodillas, fumando unos puros y quemando carbón para ahuyentar a los insectos, y, sobre todo, pidiendo a los espíritus del bosque que no aparezca entre el lodo, ‘la podridora’, la temible serpiente, enemiga de aquellas duras faenas.
Cuando daban las dos de la tarde, sus pequeñas canoas arribaban a la playita del estero y desembarcaban con sus canastas llenas de concha prieta. La hora de la misión comenzaba. Las concheras enseguida se habían bañado y nos invitaron a pasar a la cocina, tenían listos todos los ingredientes para demostrarnos su gastronomía, prepararon infinidad de platos. Las ollas y sartenes me dieron la impresión que me encontraba, o en un almacén de accesorios de cocina, o en un espacio de chefs de alta cocina. No, no eran nuevos, y tampoco era una elegante cocina, todo muy humilde, pero en esa humildad todo era orden y resplandecía.
La preparación fue acompañada de una elocuente explicación. Quedé absorta ante tal desenvoltura. Mi mensaje se volvió ausente, la soberanía alimentaria… un cuento. ¿Qué clase de salvadores y maestros nos creemos ante esta ancestral sabiduría? Todo natural, la chillangua, chirarán, orégano, ajo, cebollas… todo saludable, en un ambiente sano y limpio.
Sólo me quedó felicitarlas, y morir de pena por estos absurdos intentos fallidos de ONGs pretenciosas que se arrogan la lucha robada a los pueblos, peor aún, parece que actuábamos adormeciendo luchas en lugar de despertarlas. Y hubiese querido pedir perdón, porque en lugar de una visible y verdadera lucha por los derechos que el Estado niega a estos pueblos, habíamos llegado con un proyectito light, para justificar donaciones y sueldos de intelectuales que se creen inventores de rebuscados términos: “soberanía alimentaria”.
Al día siguiente partimos para Tambillo, nuevamente, atravesando la REMACAM. Hicimos un desvío para el Majahual, los manglares más altos del mundo. Acceder a ellos es entrar en un enigmático bosque que nos insta a un respeto tan grande que nos inunda de miedo. Un miedo que pronto se pasa, es sólo conectarse a él y se transforma en emoción, en poder, en un despertar al sentimiento profundo y consiente de ser hijos de un Dios… una conexión que nos hace sentir parte viva de esa naturaleza.
Imaginé a esas concheras, sumergidas en el lodo de ese manglar, esas hijas de la fuente del amor, conectadas con el bosque, con el fango, con los recursos. Imaginé esos manglares entregando sus frutos a las hijas del creador, imaginé a esas mujeres llorando por la ausencia de esos gigantes mangles que habían caído, que habían muerto por la perversa intromisión de una industria extractivista, egoísta, ambiciosa, irrespetuosa de la vida, irrespetuosa de esta mágica conexión.
Llegamos a Tambillo, el muelle estaba lleno de chiquillos desnudos que entre infinitas alegrías se lanzaban al agua. Se respiraba felicidad entre tanta sonrisa. Avanzamos por pequeñas calles cubiertas de conchas hasta la casa del profesor Alfredo, un joven muy respetado en la Isla.
Nuevamente, una amena situación mientras se preparaba la gastronomía con puros recursos del manglar y los aliños cultivados en las casas de los habitantes de la Isla. Mi discurso no cabía, sólo quedaba tomar notas de tan rico y abundante aprendizaje, tomar fotos y pensar en que al llegar a la ciudad haría un informe, el trabajo de rigor.
En seguida partimos a Santa Rosa, antes de que la marea bajara. Vivía un sueño, un pequeño canal entre manglares, colorido de especies, cangrejos rojos, moluscos, flores, aves y los rayos del sol atravesando el bosque. Y al llegar… el sueño continuaba, parecía estar en una encantada isla de mujeres, en la que habían escondido a todos los hombres. Todas sus mujeres reunidas, los platos con abundantes recursos del manglar estaban listos. Probamos de todo mientras escuchábamos sus historias y reíamos, y luego queríamos llorar cuando las mujeres adultas contaban sus problemas de reumatismo por tantos años de sumergirse en el manglar.
En estas mágicas tierras, no hay Estado, no hay conciencia de cómo llegan los mejores manjares a nuestras mesas, no hay conciencia por parte de una industria depredadora que ha talado miles de hectáreas de manglar para expandir su actividad, perjudicado a un ecosistema tan productivo.
No, no son las comunidades del manglar quienes han depredado este valioso ecosistema. Muchos se han atrevido a culparlos de una tala indiscriminada para la construcción de sus viviendas, para la producción de carbón. Han sido acusadas de una indiscriminada explotación de los recursos… puras falacias. Es la industria la que ha talado, ha matado un ecosistema tan importante. Es la industria la que ha dejado sin recursos y sin trabajo a miles de familias que dependen de este ecosistema. Es la industria la que ha contaminado este mágico bosque, zona de protección de las costas, zona de desove de numerosas especies marinas, zona de una divina conexión, en la que confluye todo un ecosistema, el ser humano, hijo de Dios, y el mismo padre creador.
Una de tantas historias incompletas sobre medioambiente.
Autora: Rocío Torres