Mi nombre es Marjorie, tengo 28 años, soy de Quito. Quito es una ciudad un poco peculiar; muy pequeña y muy grande a la vez, aburrida a veces, convulsionada, a ratos parece que no viviera nadie pero no porque falte gente, más bien porque pocas veces te miran a los ojos. Seguramente no pasa solo en Quito, pero es la única ciudad que conozco, así que sólo puedo hablar de eso.
Nunca fui buena para estudiar, pero no porque sea ninguna vaga, no se confunda, simplemente no sabría qué estudiar, así que decidí dedicarme algo que me mantenga ocupada y me permita pagar el arriendo del cuartito de La Tola dónde vivo con mi perrita Lola.
Mi primo era el chofer de bus profesional y él me consiguió el puesto de “controladora”, poco después se chocó por ir haciendo carreras con otro de la cooperativa y le despidieron, pero yo me quedo en mi bus. Lo mejor de mi trabajo es ver cada día gente distinta, hay de todo: los oficinistas de 6:00 a 7:30, los guaguas de las escuelas que siempre llegan tarde a la parada y corren atrás del bus hasta el primer semáforo, a mí las que me dan pena son las viejitas que ya ni pueden subir las gradas del bus, y a veces les toca el vuelo.
Sí me gusta ser “controladora”, conozco gente, me ubico en la ciudad y a veces pasan cosas que le cambian a una; un día, como a las 4:00 o 5:00 de la tarde unos niños se subieron en la parada de “la colmena”.
Era un día un poco raro, estaba lloviendo y el bus estaba a medio llenar. Los niños no eran grandes, tendrían unos 9 o 10 años, parecían amiguitos o hermanos; eran un niño y una niña. Yo no sé qué pasaba ese día que se sentía que algo malo iba pasar. Los guaguas estaban mojados y nerviosos, se sentaron cerca del chofer y pude oír lo que decían: ella estaba temblando, la mamá no le daba permiso para coger el bus sola, él le decía que estaba todo bien y que pronto llegarían a casa.
Como llovía y el día estaba bien oscuro parecía ya de noche, apenas eran las 6:00 p.m. Yo me dí cuenta de las miradas de los demás pasajeros: más de uno regresaba cada rato a ver a la niña, ella tenía la blusa blanca y la falda plisada mojadas, habían salido recién de la escuela porque llevaban las mochilas y el uniforme. A mí me da rabia que los hombres les queden viendo así a una niña, ¡una niña!
Parece nomás que no pasara nada, nadie se mueve del asiento, por suerte nadie se acercó. Pero para mí es muy evidente que más de un tipo le miraba las piernas, algunos se fijaban en el topcito que llevaba de color blanco debajo de la blusa, yo a veces si me imagino esos babosos en sus casas, cómo serán con sus esposas, con sus hijas. Algunos hasta se ponen nerviosos, se les agita la respiración, a mí me dan asco.
Ella también notaba las miradas, estaba incómoda, él no tanto.
Llegaron hasta Carcelén, ahí se levantaron del asiento y tambaleándose por el movimiento del bus fueron hasta la puerta, la falda de ella se levantaba un poco con el vaivén, el viento, la mochila y el tope de los asientos. Esos morbosos no le quitaban los ojos de encima.
Al rato se bajaron y caminaron hacia el extremo de la cuadra. Se perdieron en la clara oscuridad de las 7:00 p.m. Por un momento pensé que yo podía haber sido una de las últimas personas en verla bien, con vida digamos, esas cosas pasan… Las niñas desaparecen.
Sólo espero que haya llegado bien a su casa, bueno ambos, claro. Pero todos sabemos que ella corre más peligro.
Una de tantas historias incompletas sobre feminismo.
Autor: Karina Barragán