Es complicado escribir una historia navideña en un momento como el actual. Meses de encierro, sueldos reducidos, horarios de trabajo interminables, la ansiedad a tope y la paciencia al borde. No es precisamente el escenario más alentador. Para rematar, nuestros nuevos e inseparables amigos, la mascarilla, el frasco de alcohol y el miedo, parece que no nos abandonarán en el futuro inmediato. Así las cosas, entramos desde febrero o marzo, dependiendo de dónde nos encontremos, en una pesada y larga somnolencia, a veces aburrida y monótona, otras veces desesperante, de la que apenas empezamos a ver la salida cuando ¡Bum! Nuevamente empiezan las medidas de “cuarentena” para evitar el aumento de contagios… y de decesos. Porque si a lo anterior le sumamos los cuadros graves, las salas de cuidados intensivos o peor, las muertes por o relacionadas con el COVID-19, no hay medida que valga, nuestras vidas se verán trastocadas para siempre.
De poco sirven las reflexiones sobre otras pandemias, pestes o guerras a lo largo de la historia, tan connaturales a la condición humana que a veces nuestro espejismo de progreso y bienestar nos hace olvidar: la realidad, hoy por hoy, es que todo y para todos, dio un giro dramático que ha hecho de este año “inolvidable”. Y seguro que, para la mayoría, ese “inolvidable” viene acompañado, oral o mentalmente, de una retahíla de epítetos cargados. Porque estar recluido, así sea entre las comodidades del hogar, no deja de ser reclusión. ¡Y ni se diga si tocó vivirla en soledad!
¿Qué decir, entonces, de estas fiestas navideñas, sin ese amargo sinsabor de un año para el olvido? Que no, que no todo está para el olvido. Hay momentos, situaciones, llamadas y reuniones de Zoom, que hicieron de esto algo diferente, algo que nos invitó a ver, así sea a la fuerza, a la vida desde otra perspectiva. A encontrar el amor, lo bello y la esperanza en situaciones poco habituales. En lo personal, debo hacer una confesión: si bien vivo solo, vivo a 5 casas de mis padres y una de mis hermanos, lo que significó en mi caso un bote salvavidas. Sin su cercanía diaria, mi soledad habría hecho de mi casa una cárcel. Pero no fue así, mi hogar fue mi espacio y tiempo entre verlos, a fin de compartir momentos y comidas que de habitual habrían sido mucho menos frecuentes. ¡Y qué decir de mi hija! De verla los fines de semana, pasé a tenerla conmigo 8, 9 o 10 días. Fue reencontrarnos en la cotidianidad, convivir. Y si hay algo de esta “nueva normalidad” que rescato es esto: que me hizo ver a mis seres queridos con más frecuencia, con más amor, con más normalidad. En otras palabras, disfrutar de ellos.
Porque no nos engañemos: esa vida pre pandemia, a.c. (antes del Covid), donde los nuestros ocupaban el primer lugar en nuestras palabras, pero el tercero o cuarto en la realidad, detrás del trabajo, el gimnasio, el after office o el chuchaqui, no tenía nada de normal. Si algo debe quedarnos de esto es que no podemos volver a nuestra vida anterior, al menos no a que el egoísmo más lacerante sea el verdadero rector de nuestros actos y afectos. Quedémonos con esa lección, aunque el ritmo de la vida actual trate de reencauzarnos a sus algo deshumanizadas aguas tan pronto estemos vacunados. Compartamos más, hablemos más, perdonemos más; porque esa madre o ese padre, aunque agobiados por tantas tareas ya no tienen tiempo para ellos, también sonríen y son felices al saber que esta pandemia les devolvió a sus hijos, aunque sea para la hora de la comida. Y si de paso nos preocupamos y ayudamos un poco más a todos aquellos que, con o sin pandemia, deben enfrentar a la vida en las peores condiciones (y que una vez más, en este circo de desigualdades en el que vivimos, son los más vulnerables) podríamos darle a esta Covid Navidad el verdadero sentido que siempre tuvo que tener.
Una de tantas historias sobre Navidad.
Autor: Daniel Crespo