De pronto encontré un lugar sin Navidad. Con gente que ve venir esta época sin mucha alegría… con algo de novedad, pero manifestando una calma aterradora, una calma que yo no concibo. Dónde nací y crecí, diciembre es un derroche de felicidad que emana de la piel, desde el día uno, huele a fiesta, se respira dicha y se vive como si fuera un carnaval que se disfruta y se repite año por año.
No puedo entender que no sepan nada acerca de las novenas de aguinaldo, que se rezan cada noche alrededor del pesebre los nueve días anteriores al nacimiento. Me oyen hablar de los villancicos gesticulando en sus rostros una expresión de asombro y, en algunas ocasiones, hasta de burla.
No entienden nada de lo que pasa en ese pequeño belén que se arma en cada hogar, con musgo y ovejas de plástico. María y José avanzando por el camino de aserrín hasta la noche del veinticuatro, cuando la Virgen trae al mundo al pequeño Jesús y lo duerme en una cuna de paja, al calor de una mula y un buey.
Me he sentido tantos años en medio de extraterrestres sin alma, no porque sean malos, sino por inexplicables y diferentes. Para ellos, todo gira en torno al gordo panzón de barba blanca, enterizo rojo y bolsa negra sobre la espalda. No tienen idea de la natilla y los buñuelos, de las empanadas y los tamales, manjares característicos de esas festividades.
Trato de describirles los globos, los muñecos del treinta y uno, la vuelta a la manzana con la maleta en la mano, el sancocho del día siguiente, los regalos a las doce sobre la cama de los niños, que se duermen para que el niño Jesús no los encuentre despiertos y, así, poder dejarles los traídos. Se me eriza la piel de emoción, aún hoy, que tengo más de cuarenta años.
La vida, por circunstancias que no entiendo, o que prefiero no entender para no mortificarme, me han llevado a vivir las últimas navidades en un lugar que no es el mío. No puedo evitar que se me llenen de lágrimas los ojos y el alma de suspiros al pensar que una vez más estaré lejos de mi tierra natal. Que mi diciembre otra vez será sombrío, triste, gris.
Muchas personas me sugieren que disfrute, que son culturas diferentes, que no todo es igual. Y, aunque trato, no dejo de sentirme como mosca en leche… extraño el chicharrón con aguardiente alrededor de las luces, esperando las doce para brindar. Ver los niños correr con una sonrisa eterna desempacando sus regalos; muñecas, bicicletas, carritos de pilas, zapatos de luces y patines de línea. Escuchar la música de parranda en la acera de cada casa, retumbando para todo el barrio. El baile que se extiende hasta la madrugada, las mesas llenas de comida y las abuelas en la cocina rodeadas de hijos y nietos que le llevan su aguinaldo y la invitan a bailar. La pólvora interminable que estalla como el gozo en los corazones y el deseo que esa noche no termine nunca. Los abrazos de año nuevo, que con lágrimas se sellan, unas de alegría y otras de tristeza por los que están ausentes.
Yo soy una de esas que estoy ausente, que en algún lugar del mundo sollozo en silencio por no estar ahí. La que imagina paso a paso el ritual y se estremece al no poder ser parte de él. Esta Navidad haré una promesa que espero cumplir por los años que me queden se vida: Nunca más estar lejos de mi tierra para estas fechas. Poder abrazar a mi hija, a mis padres, a mis familiares y amigos. Estallar de nostalgia, ver las luces iluminando el cielo de mi terruño, hartarme de chicharrón, natilla, buñuelos, empanadas y tamales. Beber el aguardiente de anís que mis antepasados dejaron como legado. Ver el amanecer rodeada de mis afectos sin pensar en dormir. Sacar la olla, juntar la madera, pelar las papas, la yuca, los plátanos, la mazorca y montar el sancocho. Y, en medio de la calle, esperar ansiosa con todos el caldito para bajarnos el «guayabo»(resaca). ¿Si les intriga saber en qué lugar se vive así la navidad? Pues es en Colombia y son todos bienvenidos. (C.G) D.R.A
Una de tantas historias sobre Navidad.
Autora: Cristina Gaviria.