2020 está siendo un año muy duro. Tengo unas ganas locas de pasar la Navidad con las cinco personas que más quiero y que tengo cerca. ¿Podrían ser unas cuantas más? Sí, pero… restricciones de la pandemia, qué le voy a hacer.
Voy en el coche por una carreterita de montaña camino del pueblo en el que hemos alquilado una casa rural. El GPS marca que me quedan unos 10 kilómetros, y menos mal. El tiempo está horrible, no deja de nevar. Miro atento a la carretera y pienso en que cuando llegue tendré la chimenea a pleno rendimiento y la casa calentita, para una vez que soy el último… ¿Cómo se habrán apañado para encenderla?, ninguno de ellos es demasiado hábil con cualquier cosa que no sea eléctrica o automática.
Me distraigo un par de minutos con mis pensamientos, pero enseguida vuelvo a un modo ‘concentración total’. La carretera no es buena y empieza a cuajar la nieve.
Suena el teléfono y contesto desde los mandos del volante.
– Oye, ¿por dónde vienes?
– ¿Qué te pasa? ¿No tienes modales? Se dice hola. Y después del saludo- Su voz me interrumpe con una carcajada.
– No te enfades rey. ¿Que si ya llegas? Chimenea… done. Café ecuatoriano recién molido y hecho en cafetera italiana… done. Cordero, en el horno. Hoy toca homenaje, fiera.
– Así me gusta. Menudo equipo de avanzadilla tengo. En el GPS pone 8 kilómetros. Pero se está poniendo complicada la carretera. Si sigue así, prefiero parar y poner las cadenas, aunque sea para este trocito. Así que no sé, entre diez minutos y media hora.
– Adiós, con cuidado. A ver si te salvaste del coronavirus y al final no pasas el invierno.
– No seas cabrón. Después de pasar el bicho, soy inmortal. Ahora nos vemos.
Bueno. Todo listo y yo muy cerca. Creo que me he ganado con creces esta semanita de grupo burbuja, alcohol, comilonas, y descanso. Aire puro que me limpie los pulmones y los malos recuerdos. No veo casi nada. Puta nieve.
Avanzo un par de kilómetros y tengo delante de mí una recta larga, aunque con algo de pendiente. Aminoro. Ya no conduzco demasiado seguro. Las ruedas patinan, el coche se ladea, freno, empieza a retroceder en cámara lenta y me salgo de la carretera. ¡Mierda! Son casi las 18.00 y quedan apenas unos minutos de claridad. Es 24 de diciembre, la grúa no va a llegar hasta aquí, imposible. Miro el GPS, 6 kilómetros me separan del calor de la chimenea y de mis seres queridos.
Analizo la situación y tiro de mis exiguos conocimientos de supervivencia. Si el ser humano camina rápido a 4 kilómetros por hora, mientras que no me salga de la carretera, llevando el GPS, en hora y media estoy en la casa rural. Dejo la maleta en el coche para ir ligero, me abrigo bien… Y pienso: todavía llego a la cena, ¡vamos!
Según abro la puerta del coche, el frio se me mete hasta los huesos. Empiezo a caminar y desde los primeros metros asumo que mi previsión de una hora y media es demasiado optimista. La ventisca no cesa. Manos en los bolsillos, cabeza hundida entre os hombros y zancadas largas, pero lentas. Cada vez que apoyo un pie, siento como hago mella en la nieve y me hundo un poco, no en vano peso 100 kilos. Calculo que habrá ya unos 10 centímetros acumulados de nieve bajo mis pies.
Transcurrida una hora estoy agotado. Está siendo una paliza bestial. Cada paso que doy se hunde hasta casi la pantorrilla. El viento helado de frente no hace más que lanzarme con virulencia más y más nieve. No veo apenas nada. Ya no tengo la certeza de seguir sobre la carretera y cuando intento sacar el GPS, no veo nada, recalcula y recalcula, la pantalla se moja… es muy frustrante. Antes de guardar definitivamente el teléfono, intento una última llamada… imposible, estoy “fuera de cobertura”.
No veo nada, estoy congelado. Las fuerzas casi me abandonan. Tengo muchísimo frio. Desde hace un buen rato, y después de varios minutos de un intenso dolor, dejé de sentir los pies. Pero sigo caminando. Tengo que llegar. Tengo que llegar como sea. No me voy a rendir. ¡No me voy a rendir! Ni puedo ni debo. Voy a sobrevivir a esto, no voy a morir aquí, así no. Así no va a pasar. No es Navidad. Vas a salir de aquí cabrón. Échale un par de huevos.
De pronto, me da la sensación de que ha dejado de nevar… hay algo más de claridad. Veo la casa justo en frente. He llegado, no me lo creo. Veo el humo blanco saliendo de la chimenea. Me arrastro hasta la puerta, toco torpemente, me abren y me fundo en un abrazo tierno y cálido. Soy feliz. Muy feliz.
—-
Teniente. Creo que lo tenemos. Puede ser el conductor. Al haber estado enterrado en la nieve no tiene signos evidentes de descomposición, y eso que ha pasado ya casi un mes. Lo encontraron los perros del Antonio, el pastor, a unos 4 kilómetros de la carretera. Están intentando verificar su identidad a través del teléfono que llevaba encima.
Una de tantas historias incompletas sobre Navidad.
Autor: Félix Espoz.