Fue hace tiempo. Con algunos compañeros biólogos decidimos viajar a un congreso en el norte de Argentina, desde Ecuador, montados en el Amazonas.
Era media tarde cuando emprendimos la ruta. Estaba agotado por los preparativos y la mitad del grupo se había adelantado el día anterior. Me fueron a dejar a la terminal y me subí en un micro-bus tan estrecho que las piernas apenas cabían de lado. Tras cuatro horas, llegamos a la frontera y nos embarcamos hacia Cali. Eran épocas en las que la guerrilla estaba vigente en Colombia; así que, en medio de la noche, cuando más sueño teníamos, debimos bajar varias veces para ser requisados por militares. Llegamos de mañana y recorrimos la ciudad de la cumbia llena de sonrisas. Iniciada la tarde abordamos un avión con destino a la selva.
Quisimos ir al gran río descendiendo por Perú, pero existían conflictos fronterizos, así que la opción fue ir por el norte.
Aterrizamos en Leticia en el triángulo compartido con Brasil y Perú, una pequeña población que nos asombró por pintoresca pese a su lejanía del resto del país. Mientras la recorríamos, caímos en cuenta de unas casas que, por lujosas, no cuadraban con el entorno y estaban vigiladas por guardias que nos advirtieron que no hiciéramos tomas (Bueno, éramos jóvenes y las fotos fueron hechas).
Cruzamos a Tabatinga, un pueblo del lado brasileño sensiblemente menos desarrollado; nos dirigimos al consulado para sellar los pasaportes, pero el funcionario nos miró y decidió que lo que vestíamos no era adecuado para una dependencia estatal en medio de la nada, así que debimos regresar al hotel para cubrirnos y calzar zapatos. Por la tarde tomamos un barco muy particular, con una estructura techada sin paredes, adecuado para colgar hamacas, y unos cuantos camarotes en la proa con espacio suficiente para entrar de lado a la única litera.
Al amanecer las hamacas habían dado paso a una mesa, donde el propio capitán servía la comida: pollo (creo) con fréjoles y algo llamado farofa.
Pasamos tres días de estrechez con paisajes alucinantes y mala comida; pero de eso se trataba, vivir igual que los locales. La última tarde, con el sol poniente, alguien dio aviso de delfines y otro más alertó del famoso encuentro de las aguas: la una prieta, el Río Negro, y la otra marrón claro, el Amazonas, sobre la que habíamos navegado. El espectáculo bicolor se mantuvo por kilómetros y fue completado por un resplandor de ciudad: un avión descendiendo y un buque gigante que no esperábamos en esos lares.
Manaos… en medio del verde amazónico, caliente como ella sola y con un teatro clásico donde cantó Caruso. Permanecimos ahí un par de días hasta contactar con un especialista en abejas nativas y, poco después, nos embarcamos en un nuevo navío con terraza y camarotes, esta vez diez centímetros más anchos.
El río se tornó inmenso. A veces se veían las dos orillas y a veces no; bosques esparcidos por ahí y pastizales con búfalos africanos por allá. Los días se sucedieron soleados, con guacamayos cruzando el cielo y cerveza helada que nos vendía el alegre dependiente solo si pronunciábamos bien el pedido: “uma cerveja por favor”. Dos días más tarde estuvimos en Santarém, una pequeña villa sin mucho que hacer en donde vimos una película sobre un delfín del Amazonas que seducía mujeres por la noche y, al día siguiente, por la mañana, fuimos a la playa montados en un bus conducido por un maniático que no paraba en los baches y que por poco nos mata.
Algunos sentimos que eso de estar en un bote ya no tenía gracia y resolvimos seguir por aire. El resto insistió en experimentar el choque del enorme río con el Atlántico, en la isla de Marajó, así que nos separamos.
El vuelo a Belém do Pará fue terrorífico. Un trayecto de relámpagos y turbulencias que nos sacaban el estómago con una tripulación que, en un momento dado, corrió hacia sus asientos y se agachó sin decir nada, como en las películas previo al desastre. Recuerdo un aviso que nos advertía mantener los cinturones ajustados y terminaba con la frase “sua segurança”. No me olvidaré de esas palabras porque estuvieron acompañadas de caras pálidas y un sollozo sordo que salía de uno de los asiento de adelante.
Por fin llegamos. La ciudad, famosa porque los mangos de las veredas caen maduros y abollan los carros, la recorrí solo porque necesitaba alejarme un rato del grupo. Nos quedamos pocos días, esperando la llegada de los que había seguido por río y, cuando llegaron, partimos juntos en bus hacia San Luis, una playa hermosa de postal. Otro día más y arrancamos para Fortaleza, también hermosa, una mezcla de patrimonio con modernidad, con un malecón bullicioso y unos grandes locales de jugos fríos que no he vuelto a ver en otro sitio. La siguiente parada fue Salvador de Bahía, otra vez playas, un ascensor gigante, edificaciones coloniales y transeúntes llenos de energía.
Finalmente, Río de Janeiro, la urbe más bonita de Sudamérica, enclavada entre montañas que terminan en punta y mar. Me encantó y me sobrecogió. Comprendí lo que siente alguien de pueblo chico cuando llega por primera vez a una metrópoli que se lo traga. Aquí sucedió algo increíble: antes de salir de la estación de bus escuchamos voces conocidas y, al buscarlas, nos encontramos de frente con otros amigos, que habían viajado por Bolivia, sin que ninguno supiera de la ruta del otro y menos que coincidiríamos en el mismo lugar.
Un tema de salud me forzó a volver a casa, los demás continuaron el viaje un mes más…
Una de tantas historias incompletas sobre viajes. Historia 11/12.
Autor: Miguel Ángel Vázquez.
«Aventurarse con mochila, por rutas inusuales, puede no ser fácil, pero vale la pena hacerlo, pues son pocas las experiencias capaces de arraigarse y alegrar el alma de una persona».
5 Comments
Hermosa historia incompleta muy bien narrada que hace que uno viaje junto con el autor. Felicitaciones.
Chévere historia Migue. Los viajes mochileros don los mejores!!!
Sí Sole, la mochila conlleva otras emociones que las que se sienten en el confort, el aire es diferente y más cuando te adentras en terrenos mágicos.
Gracias por tu comentario. El viaje sigue, en la memoria, hacerlo ahora seguro sería diferente, el mundo cambió, aunque el río y el verde siguen ahí. Me alegra que me hayas acompañado, ahora, tal vez, vale que lo hagas por tu cuenta y lo narres a otros.
Sí Sole, son de otro tipo, el aire es diferente y más cuando te mueves en mundos poco usuales.