Mmm, que delicia, solo de pensar se me hace agua la boca… Mariscos, les puedo decir que desde pequeño siempre me han fascinado los mariscos y no me puedo imaginar lo que sería no poder comerlos.
A decir verdad, siempre me pregunté cómo sería ver algo así en el plato de los demás y no poder ni siquiera probarlo. Eso era justamente lo que le pasaba a uno de mis mejores amigos, y, por supuesto, cuando creces te acostumbras a que cosas que no entiendes, por ser habituales, dejan de parecerte extrañas, se vuelven una regla. Para mí esta situación era conveniente, ya que cualquier cosa que llevara tales ingredientes en los almuerzos del cole iba a terminar, sin duda alguna, en mi estómago.
Con el pasar de los años, todo nuestro grupo de amigos sabía que para Miguel los mariscos constituían algo mortal, sí, sin exagerar, mortal, y como buenos amigos nos importaba; tal vez por eso no hacíamos otra cosa que hacer bromas acerca de su alergia o preguntas absurdas del tipo: “¿Y qué pasaría si una chica te besara luego de haber comido atún?” o “si te metes a nadar al mar, ¿te mueres?”, jajaja. También nos hacíamos bromas sobre quién sacaría la inyección que evitaría su muerte en caso de que por accidente comiera algo prohibido y de cómo se la aplicaríamos, ¿una estaca en el corazón hasta que reviva, como en las películas?, jajaja. Era inevitable reírnos entre nosotros, pero sabiendo que podría llegar a ser en serio.
Acompañado de su condición, también nos privábamos de hacer cosas tan comunes como comer en cualquier lugar en la playa, de esos que te preparan lo que pidas al instante, y no me refiero precisamente a un hotel 5 estrellas. Nos causaba gracia en pleno malecón andar preguntando si había pollo o algo que no tuviera ni el más mínimo ingrediente mortal, cuando en cada lugar al que entrabamos promocionaba lo mejor de las vacaciones, cualquier cosa que hubiese salido de la pesca fresca del día.
En uno de aquellos viajes, luego de mucho rebuscar, encontramos un sitio “decente” en el que estuviéramos seguros de que ni tan siquiera se utilizaría un utensilio para la preparación de la comida que hubiese estado en contacto con la ‘comida venenosa’. Así, nos sentamos en una mesa gigante, éramos más de 10 personas, y cada uno fue haciendo su pedido. Al llegar al menú de ensaladas había de dos tipos, ensalada con pollo y ensalada con atún, por supuesto la ensalada con pollo era el plato destinado para Miguel, y, en una suerte de reto al destino, a otro se le antojó la misma ensalada, pero de atún, los dos únicos platos de una carta larguísima que podían confundirse. El pedido incluía ceviches, arroz con camarón, arroz marinero, pescado frito, camarones al ajillo… ninguno más había coincidido.
Llegó el momento de que llegaran los tan esperados manjares, uno a uno el mesero fue colocando los platos en cada uno de nuestros puestos con pulso firme. Sin embargo, con la cara, su expresión de preocupación decía, si me equivoco me matan, o mejor, si me equivoco, uno se muere. Por cuestiones del azar, o por su propio nerviosismo, coloca al final las dos ensaladas. Seguramente el pobre hombre salió de la cocina repitiendo “derecha pollo, izquierda atún, derecha pollo, izquierda atún…”. A todos nos ha pasado… lo que repetimos cien veces en nuestra mente, por tanta repetición, al llegar el momento de la verdad nos lleva a la duda, ¿me habré equivocado?
No era el mejor momento ni el mejor lugar para dudar, y menos para una equivocación. Una vez que todos los platos estuvieron en la mesa, en voz alta dijimos “buen provecho” y vino el primer bocado. No sé si la escena era de una película de terror o de una broma de cámara escondida, pero en un instante el mesero se gira bruscamente y mientras iba de camino a la cocina dice en voz lo suficientemente alta: “No, me equivoqué”. El mundo se paralizó para todos en un segundo, seguramente si hubiera habido algún enfermo cardíaco, seguro le daba un síncope en ese mismo instante. Todos, sin excepción, regresamos a ver con cara de terror a Miguel. Nos sorprendió su tranquilidad, que no devolviera la comida de inmediato, esperamos síntomas de la intoxicación y mientras todos pensamos lo peor, el mesero se volvió a pronunciar y dijo esta vez: “No, no, sí le serví bien”. Aún con el susto, preguntamos para asegurarnos: “¿Miguel estás bien?”. Alguien olió las dos ensaladas y confirmó: “Tranquilos, la del Miguel si es la de pollo”. Se vino la carcajada acompañada de “oigaaaaaaa, casi nos mata de un susto, no haga eso”.
Desde aquella ocasión, es imposible no recordar esta anécdota al disfrutar de una rica comida frente al mar, que más allá de satisfacer nuestro apetito, alimenta también nuestros recuerdos.
Una de tantas historias incompletas de comida. Historia 12/12.
Autor: Andrés Acosta.
One Comment
Felicitaciones Andrés. Una historia llena de afecto y profunda amistad. Cuidando el uno del otro, como debe ser entre buenos amigos. Muy bien relatada además.