Dulce. Mucho tiempo después, el sabor dulce regresó a la vida de Benito Rufián. Una textura aterciopelada y cremosa inundó de nuevo su boca hasta hacerle esbozar una media sonrisa.
El permanente amargor que se había instalado en su garganta en los últimos años se desvanecía finalmente, liberándole de la angustia que lo había atormentado y reducido a escombros.
- Alguien se tiene que comer este marrón -Se dijo antes de que todo se viniera abajo-.
Y vaya que lo hizo, cargó con toda la responsabilidad de aquel escándalo eximiendo a sus socios. Los quería como a hermanos -pensó-.
- No te preocupes Beni, llegaremos a un acuerdo y todo se solucionará con una indemnización que pagaremos entre todos. Cuenta con ello -le dijo Antonio, en una cena el día antes de ser detenido, dándole una sonora palmada en la espalda mientras con la otra mano sostenía una gamba roja de Palamós que engulló al instante.
Sin embargo, pasadas dos semanas los casos de intoxicación se agravaron y terminaron muriendo tres personas. Ahí todo cambió, el acuerdo con la Fiscalía llegó para el resto, pero Benito Rufián se comió diecisiete deliciosos años de cárcel. Todo un banquete.
- Entiéndelo Beni, no sabíamos que esto acabaría así, siempre estaremos contigo, – le decía Ramón, otro de sus socios, tras confirmarse el resultado del juicio.
Atrás quedaron las fiestas, los fastos y los viajes de empresa. Esos días de vino y champán navegando por las calas de Formentera, las cenas en restaurantes con estrella Michelín y las copas con famosos de arrabal en los locales de moda de Madrid.
Antonio, Ramón, Cayetano y Benito habían sido llamados a revolucionar el mundo gastronómico. Sus productos eran muy apreciados entre los pijos con ínfulas gourmet y habían logrado mucho éxito con su línea de alimentos de lujo.
Sin embargo, tras un ascenso meteórico, la obsesión por reducir costes les hizo correr riesgos que no supieron ver.
Y allí estaba Benito, en un furgón policial camino de la cárcel de Torredondo.
Los primeros meses encerrado todos le enviaron mensajes de ánimo para expiar su culpa y garantizar su lealtad. Especialmente Cayetano, quien en el fondo era el verdadero culpable por esa obsesión absurda de creer ser más listo que el resto.
Pero los días fueron pasando y pronto llegó el silencio, un vacío atronador que zarandeaba su cabeza y le impedía pensar con claridad.
Con el paso del tiempo, ese silencio dio paso a la amargura, que impregnó con su aroma toda su existencia, y le hacía vagar como un autómata por los pasillos del centro penitenciario de Segovia, tratando de comprender y asimilar tan difícil trago.
Y así, los años fueron cayendo como golpes sobre sus mejillas. Cuatro, cinco, seis… hasta diecisiete; y Benito, tras mirar su rostro en el espejo, otrora bronceado y con brillo, ahora blanquecino, arrugado y enjuto, abandonó la cárcel para volver a la vida.
Se prometió que todo cambiaría y hoy, diecisiete años y tres días después, iba a estar sentado a la mesa junto a todos los que tanto había querido para celebrar su reencuentro.
Aceptaron la invitación con reservas, pero Benito se esforzó porque todo fuese como antes y preparó una cena a la altura del tiempo perdido. Al fin y al cabo, él había sido la mente creativa de la empresa.
Por fin su cuerpo volvía a la acción y recobraba el vigor de antaño. Estaba algo nervioso, y a medida que fueron llegando Antonio, más grueso; Cayetano, con un injerto de pelo terrible; y Ramón, consumido por la cocaína; fue comprendiendo que el tiempo no solo había pasado por él, y que aquellos jóvenes que iban a comerse el mundo habían sido devorados por la vida.
Al verse, una mirada les sirvió para eludir cualquier mención a lo que pasó, y la comida, el vino y su vieja amistad hicieron el resto.
Benito seguía teniendo la misma mano que llevó a la empresa a lo más alto con sus creaciones, y entre plato y plato fueron recordando sus comienzos, cuando Antonio, Cayetano y Ramón, por entonces niños bien, contrataron a un joven cocinero con ganas de llevar productos y cocina de vanguardia a los hogares.
Llegó el postre. Lo había preparado con más mimo que nunca, midiendo a la perfección las proporciones, texturas y sabores. Una receta con una ejecución sublime.
Benito, todavía sin probar bocado, se detuvo para contemplar por un momento su última gran obra. Allí, junto a él, Antonio, Cayetano y Ramón yacían fulminados sobre la mesa. Tras respirar hondo, cogió su cucharilla y dio un bocado. El sabor dulce por fin lo impregnó todo y, tras dar con su cabeza en el mantel, unas últimas gotas de vida se escaparon por la comisura de sus labios…
Una de tantas historias incompletas sobre comida. Historia 10/12
Autor: Víctor Quevedo
2 Comments
Excelente historia muy bien narrada. Felicitaciones a su autor.
Gracias Miguel. En efecto es una excelente narración.