La casa de Agustín siempre olía a café recién hecho. Era pequeña, sencilla, con paredes blancas de adobe y techo de tejas rojas. Estaba en una zona rural a cuarenta y siete minutos de la ciudad. A la entrada había un jardín poblado de rosas y alcatraces que él mismo cultivaba, y el gran ventanal de la cocina tenía vista al río. Desde hacía siete años era su refugio después de la partida de su esposa. Sus puertas y ventanas habían estado cerradas desde hacía demasiado tiempo. Las de la casa y las de su corazón.
Cuando Marcela llegaba desde Quito, él salía alegremente a su encuentro a la calle principal del pueblo. La recibía ante la mirada curiosa de los vecinos con un largo abrazo, una sonrisa cálida en sus labios y un “te extrañé mucho” al oído. Ella lo abrazaba de vuelta y acurrucaba su pequeño cuerpo entre los brazos fuertes de ese extranjero alto y robusto de acento dulce, sintiendo que no había nada mejor en el mundo que ese momento, cada vez.
El piso de madera crujía bajo sus pies, despertando a las dos gatas que a menudo tomaban el sol tumbadas ante las ventanas de la entrada. “Hice café, ¿quieres?” era la pregunta habitual. “Sabes que no tomo café, pero acepto un chocolate si me lo preparas tú”, era la respuesta reglamentaria. Reían, era un ritual, y la taza con dos de azúcar estaba ya servida.
La parrilla y el horno estaban encendidos de antemano, los ingredientes sobre el mesón, algunos cortados, otros enteros. Las especias y las hierbas desprendían sus jubilosos aromas, que se mezclaban en las ollas y sartenes con la comida. A medida que la alquimia iba transformando los elementos individuales en deliciosos manjares, él tomaba pequeños trozos en sus manos o con una cuchara de palo y los depositaba cuidadosamente en la boca de ella. Marcela la abría con avidez y sentía un pedacito del alma de Agustín en cada bocado. Ella sabía a través de sus platillos cuando él estaba contento, porque los porotos del locro cantaban y bailaban en el plato. También percibía cuando estaba triste, porque el chocolate le quedaba un poquito más amargo y fuerte. Pero lo que más amaba era verlo mirarla fijamente cuando preparaba algo desconocido aún para ella. Sus ojos cafés se abrían ansiosamente esperando una respuesta tácita de placer o desagrado. “Si te gusta, lo pongo en la nueva carta.” A ella invariablemente le gustaba…
Luego del postre y un par de copas de vino subían por las estrechas escaleras al dormitorio. Algunas prendas apuradas trazaban en el suelo el camino desde el comedor hasta la cama. Y ellos se entregaban el uno al otro en una promesa que se cocinaba a fuego lento. Marcela amaba a Agustín desde lo más profundo de sus entrañas. Pero Agustín no amaba a Marcela, o al menos eso era lo que él quería creer. Él amaba algo que no podía describir, como el olor de algo que nunca había comido, y ella era demasiado concreta y conocía su sabor de memoria. Ella se derretía como mantequilla con el roce de sus dedos y a él solamente le complacía su eterna compañía. Para ella el amor sabía a ese cálido chocolate que cada martes la esperaba sobre la mesa cuando llegaba; para él, el amor sabía a un ají fuerte que duele y pica en el paladar por unos minutos y luego se va. Y ella no era ají, ella no se iba, ella estaba perennemente en su mente y en su lengua. Ella era su Marcela y él sabía que aunque no le ofreciera nada, no se iría de su lado porque lo amaba. Pero un día se dio por vencida y no volvió jamás. Sabía que él no quería su sabor conocido y su aroma a cítricos y ya no hubo chocolate, ni abrazo, ni “te extraño”. Él la cambió por el ají que tanto había buscado, aunque le duró lo que dura un hervor y ella, eterna como era, se fue a buscar la eternidad. Agustín llora hoy su ausencia aunque no lo cuenta y nunca más ha preparado chocolate con dos de azúcar para nadie.
Una de tantas historias incompletas sobre comida. Historia 8/12.
Autora: Ana Verónica Andrade
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Estupenda narración de una tierna historia. Felicitaciones a su autora.