Ahora que ya no puede recordar, lo justo es que recuerde yo por él.
Siempre he creído tener una muy buena memoria a corto plazo, soy capaz de recordar muy bien conversaciones casi completas de hace un par de días, pero mi memoria a largo plazo es horrible. Mi infancia es una nebulosa, pero no quiero llevaros a engaño, es una galaxia lejana, pero feliz, muy feliz, en la que puedo distinguir ciertos planetas con relativa nitidez.
Hay un recuerdo especial, que son muchos a la vez. Es un recuerdo de un instante repetido decenas de veces, con un grado de satisfacción altísimo cada una de ellas. La primera vez de la que tengo registro, yo era un mocoso que apenas alcanzaba de altura la encimera que tenía la cocina de casa. Ahí estaba, clavado al lado de mi padre, entre aburrido y deseoso.
El bueno del aita (palabra del idioma euskera que significa papá), como todo el mundo llama a mi señor padre, como si fuera una especie de referencia cercana, casi paterna para sus amigos y familia, los fines de semana se pasaba dos gloriosas horas disfrutando de uno de sus pasatiempos favoritos, la cocina. Ese domingo, como tantos otros que vendrían después, tocaba espaguetis. ¿Dos horas para unos espaguetis? Sí. Y merecía la pena cada minuto empleado para ese plato de cocina italo-española-ecuatoriana, para ese manjar de pasta elevado a la categoría de arte.
Yo era el único de mis hermanos que disfrutaba de manera integral de este delicioso proceso. Cada uno de los pasos, metódicos, calibrados, exactos, pasaba por mi visto bueno, a través de una cucharilla. Lo probaba todo y en los puntos del proceso que más me gustaban, hacía algo más que probar. Yo jugaba a hacer que me lo iba a comer todo y él jugaba a hacer como que se enfadaba conmigo por “entorpecerle” la receta.
“Venga, vete de aquí”, me decía sin ninguna intención ni esperanza de que le hiciera caso. Y yo me mantenía merodeando al llamado de unos aromas que aún consigo recordar. Si cierro los ojos, y pienso en esos momentos con mi padre, soy feliz, y recuerdo exactamente a qué sabían esos espaguetis.
Una vez transcurrido todo el proceso de cocción, empezaba a haber mucho jaleo en la cocina, mi madre ordenando el tráfico, todos ayudando a poner los platos, mi padre pasando una descomunal olla a la mesa y ya, en formato jauría, mis dos hermanos mayores y mi hermana menor devorábamos los espaguetis concienzudamente.
Ahora que ya no puede recordar, lo justo es que recuerde yo por él. Ahora que el Alzheimer galopa imparable y furibundo, ahora que esa receta lleva camino de la extinción, ahora que estoy a 10.000 kilómetros, ahora que un virus de mierda amenaza con cargarse el mundo, ahora es cuando más añoro ese aroma, ese sabor, esos juegos de tira y afloja, esas regañinas con sonrisas y el estar todos juntos sentados a la mesa devorando sin compasión dos horas de un trabajo, metódico, calibrado, exacto y lleno de amor.
Una de tantas historias incompletas sobre comida. Historia 1/12
Autor: Félix Espoz.
6 Comments
Muy buena historia que, en verdad, también nos transporta al pretérito de nuestras respectivas vidas para darnos cuenta de cuántos momentos felices pasamos con nuestra familia alrededor de una mesa saboreando el pan de cada día en diversas preparaciones. Felicitaciones al autor.
Esta historia realment evocas sentimientos fuertes y recuerdos de nuestra niñez.
Conmovedora. Una preciosa historia.
Lo que puede evocar un sencillo plato de comida, verdad?
Recuerdos que añoramos con demasiada frecuencia. Muy bello.
Un placer leerte. Saludos
Debemos siempre intentar que en lugar de recuerdos sean vivencias diarias 🙂