Aquel verano estaba siendo bastante extraño. Solía ser costumbre en su familia viajar por Europa. Entre todos elegían un país y, los días que allí pasaban, se dedicaban a visitar las zonas más turísticas. Los padres de Álex en ocasiones hacían amigos durante las excursiones de forma que si todo iba bien, al año siguiente, repetían: mismas personas pero distinto destino. A Álex aquella forma de viajar no le entusiasmaba demasiado, más bien se convertía en una rutina marcada por tiempos y lugares que previamente alguien que no le conocía había planificado para él sin saber prácticamente nada de su personalidad, gustos o forma de ser.
Años atrás, un día, en una de aquellas agotadoras y estandarizadas rutas veraniegas, Álex se perdió por las calles de Praga. Durante los escasos 10 minutos que permaneció alejado del grupo, se adentró en una calle poco concurrida. Álex, con apenas 9 años, transitó por ella durante escaso tiempo, pero lo suficiente para fijarse en cada una de las fachadas de aquellos impresionantes edificios, en un señor que con su bolsa de tela salía del supermercado o en una señora que paseaba con su nieta mientras hablaban en un idioma incomprensible. También había llamado su atención una pequeña librería, en la que sus amplios ventanales dejaban ver desde el exterior una magnífica colección de libros, además de láminas, probablemente obra de artistas locales.
Poco duró su alegría, pues fue encontrado por el grupo, que retomó su ruta con el correspondiente enfado de la madre de Álex. Lo que para sus padres fue una anécdota más que contar de aquel viaje a Republica Checa, para Álex tenía un significado diferente. Aunque aquella calle no aparecía en ninguna guía turística, para Álex, sin duda, había sido su gran descubrimiento.
Aquel verano estaba siendo bastante extraño y el destino había establecido un nuevo sitio para él y sus padres: una pequeña casa que acababan de heredar de los abuelos, situada a escasos kilómetros de San Sebastián. Los padres de Álex habían decidido pasar unos días allí antes de que su niño, como así le llamaban, empezara a estudiar medicina, ya que consideraban que había sido un año realmente duro para su hijo. Durante dos años había estado preparándose para estudiar medicina, sin embargo, una vez realizado el examen de acceso a la universidad la nota no había sido suficiente para acceder a una universidad pública. A pesar de ello, sí alcanzaba para una buena universidad privada. No suponía un problema para la familia, con un poco de esfuerzo era factible llevarlo a cabo.
Aquella mañana de agosto, Álex, nada más despertarse, cogió su bicicleta, pedaleó unos pocos kilómetros y llegó a la playa. En su móvil tenía la notificación de la resolución de traslado de expediente: favorable. Acto seguido llamó al piso que en unos días sería su nuevo hogar para confirmar que todo estaba correcto. Allí, sentado frente al mar, barajaba las enormes posibilidades de las que disponía para comunicarles a sus padres la noticia. Igual que aquella historia de un joven que se había adentrado en los bosques de Alaska para terminar viviendo en un autobús durante 4 meses. Sin embargo, sus padres no entenderían nada y lo que ellos definirían como estupidez, él lo veía como realización. La forma de comunicarlo empezaba a ser para Álex más quebradero de cabeza en sí que toda la gestión previa que había realizado.
Su padre, obcecado en la necesidad de que su hijo estudiara medicina, había pedido más que un favor para agilizar los trámites administrativos. Ya había realizado el pago de la matrícula y el primer mes. Pese a todo, Álex, nada más cumplir los 18, cambió su expediente de forma que los siguientes cuatro años pasaría a estudiar lenguas muertas. Aquella historia del joven en Alaska que había leído unos días atrás, le había cautivado por completo. Una historia romántica que había provocado la misma melancolía en otros jóvenes de su edad, hasta el punto que el Departamento de Recursos Naturales de Alaska había decidido retirar el autobús tras convertirse en ruta obligatoria de peregrinaje.
Aunque a Álex no se la había pasado ni por asomo adentrarse en los peligrosos bosques de Alaska en busca del autobús, sí que había supuesto un punto de inflexión para él. Medicina no le gustaba en absoluto a pesar de que podría ofrecerle lo que sus padres consideraban un acierto: un puesto de trabajo seguro y bien remunerado. Por otro lado, lenguas muertas apenas tenía salida laboral y los escasos trabajos que podía desempeñar no estaban precisamente bien pagados.
Mientras Álex decidía cual iba a ser la fórmula más adecuada para comunicárselo a sus padres, divagaba sobre todos los pasos que le habían hecho llegar a aquel punto. Quizás aquella recóndita calle de Praga donde la luz del atardecer indicia de forma peculiar fue el inicio de su camino personal. A pesar de que todo el mundo lo había achacado a un despiste, Álex sabía perfectamente que haberse desprendido del grupo había sido intencionado. Inclusive se podría llegar a considerar un pequeño acto de rebeldía que para aquella edad había sido más que suficiente.
La decisión de cambiar de carrera no había sido tomada a la ligera. Álex tenía la convicción de que la ruta de cualquier persona debía ser la coherencia con uno mismo, de forma que su peculiar brújula de viaje en lugar de marcar un norte, sur, este y oeste; estuviera marcada por lo que se piensa (pensamiento), lo que se dice (expresión), lo que se hace (acción) y lo que se siente (percepción). Sus padres, por otro lado, habían sucumbido a las vidas programadas, aquellas en la que los tiempos y las acciones están marcadas por lo que en la sociedad de ese momento, impera. Álex sabía desde hacía tiempo que a pesar de que él y sus padres hablaban el mismo idioma estaban abocados a no entenderse. El significado de los conceptos, diferían. Mientras que para Álex fracaso suponía no ser coherente consigo mismo, para sus padres, fracaso es el paso que su hijo iba a dar.
Una de tantas historias incompletas de fracaso. Historia 3/12
Autora: Cristina Langa